martes, 19 de diciembre de 2017

Cuento de navidad: ¡No han venido!

Caían los primeros copos de nieve. El día anterior había anochecido oscuro pronosticando que, en cualquier momento,  comenzaría  a nevar. Se despertó sobresaltado como intuyendo que aquello por lo que había estado rezando la noche anterior no hubiera ocurrido. Miró por encima de las mantas y vio que su padre y su madre aún dormían en la cama de al lado. Debía de ser muy temprano. Apenas empezaba a clarear. Volvió tranquilo a meterse entre las cálidas mantas y retomó los rezos con los que se había quedado dormido por la noche. De repente se sobresaltó con el ruido del cacharreo en la estancia de al lado. Ya era mañana avanzada y su madre se afanaba en la cocina. El calor del fuego aún no había caldeado suficientemente la estancia y, sin salir de la cama, en una mezcla de nerviosismo y temor, más que preguntar, lanzó un grito: ¡¡¡Mamá ¿ha nevado?!!! Como si de una premonición se tratara, al mismo tiempo que su madre respondía y retiraba el ropón que hacía de puerta a la habitación, saltó de la cama en calzoncillos y descalzo y, sin dar tiempo a más, corrió hacia la puerta para ver el acontecimiento.

Allí se quedó contemplando el exterior, lo que sus “enclencles” piernas y el punzante frio le permitieron estar, habiendo desoído  las palabras de su madre para que se vistiera antes de salir. Cuando su escuálido cuerpo comenzó a tiritar se apresuró a la habitación en busca de los pantalones. Mientras, no dejaba de gritar y darle ordenes suplicantes a su madre: “¡mamá, prepárame el desayuno!, ¡búscame los guantes de la nieve! ¡Porfa! ¡… y las botas!, ¡… y la pala de papá!” Su madre hacía, callaba y sonreía interiormente. Creía adivinar sus pensamientos y entender el trajín que le movía por dentro: salir a jugar con la nieve y construir un muñeco  para que lo viera su padre cuando regresara de alimentar a los animales.

Pues ¡no!

Terminado de vestirse y desayunar, dedicó el resto de la mañana y parte de la tarde a quitar y retirar nieve de la entrada abriendo camino en dirección al pueblo. La cuadra quedaba hacia la izquierda y de momento, ése que él limpiaba, no era el camino que a ellos les interesaba. De cuando en cuando regresaba a la casa soplando y sacudiendo las manos para desprenderse del frio. Se sentaba en el pequeño taburete junto al fuego y allí permanecía unos minutos hasta que el frio y el dolor de las uñas desaparecían. Recuperada la temperatura corporal volvía pertinaz a reiniciar el trabajo. El oscurecer acabó con aquella frenética actividad. El tiempo que transcurrió hasta la hora de irse a la cama fue un ir y venir de la ventana al fuego y del fuego a la ventana con una notable inquietud.

Su madre observaba y le dejaba hacer. Allá arriba, sin televisor, sin vecinos… no había mucho más en qué entretenerse.

Durmió inquieto toda la noche. Sus padres le escucharon parlotear en varias ocasiones durante el sueño y tantas otras tuvieron que levantarse a arroparle porque sus continuos  movimientos arrojaban las mantas al suelo. El fuego de la cocina llevaba horas apagado y el calor de las dos pequeñas estancias, que componían toda la casa,  había ido remitiendo, indefenso, frente al frío y la nieve que se acumulaba en el exterior.

Se notaba ya el halo gélido previo al amanecer, cuando sus padres se levantaron sigilosos, salieron de la habitación y cada uno se dedicó a sus quehaceres rutinarios: él se fue  hasta la cuadra a ordeñar “la vaca pinta” y traer un poco de leche para el desayuno;  ella, encendió el fuego de la chimenea,  colocó en la trébede el puchero del café, para que se fuera haciendo, y dejó sobre la mesa un trapo viejo, largo y de color rojo.

De regreso el padre con la leche, no mediaron apenas palabras. Lo poco que tenían que hablar ya estaba hablado los días anteriores. Desayunaron en silencio. A la vez que posaba el tazón vacio sobre la mesa, cogió el trapo que su mujer le había dejado. - “Hazlo pronto para que no se te olvide” le recordó María. Ya en la puerta con el chambergo y las botas puestas y el gorro arrebujado  en la mano…  casi ordenó más que decir: - ¡mándamelo en cuanto haya desayunado!

Y despertó. Aún era temprano pero se levantó sin dar tiempo siquiera a que la lumbre terminara de caldear la cocina. Y se repitió la escena del día anterior: descalzo y en calzoncillos… un vistazo rápido a la cocina… y derecho a abrir la puerta. ¡¡Nieve!!, ¡¡todo lleno de nieve!! El trabajo del día anterior... ¡para nada! Y sus rezos… ¡para nada tampoco! ¿Fueron lágrimas o era escarcha lo que había en sus mejillas cuando cerró la puerta y volvió a la cocina? Lo que sea que fuera se lo quitó de un par de manotadas para que su madre no lo viera y, decepcionado, corrió a la habitación a ponerse la ropa.

-          - No han venido, Mamá.
-         -  ¿A quienes esperabas?
-         - ¡A los reyes magos! En la escuela me dijeron que vendrían pero, ha nevado tanto que, seguro que no han podido llegar.
-          - Estamos muy lejos del pueblo y hasta aquí no llegan las máquinas quitanieves.

Ahora entendía sus afanes. El carácter duro y contenido de la montaña apenas dejó escapar  de aquellas dulces manos una caricia que se posó sonriente en su cabeza. Él, pese a su corta edad, ya estaba entrenado en captar y entender estas contenciones afectivas y supo interpretar el cariño. Mantuvo a raya lágrimas y decepción y se sentó, tranquilamente, a tomar el desayuno que ya tenía puesto en la mesa.

-         -  Tu padre ha dicho que cuando termines de desayunar vayas a ayudarle en la cuadra.

No respondió. Asintió con la cabeza y se llevo la escudilla a la boca. El olor, el sabor y el calor de la leche recién ordeñada le reconfortó. Sabían a hogar. Terminado el desayuno y sin decir más, se abrigó para ir a la cuadra. Su madre se quedó unos minutos mirándole marchar con una sonrisa contenida en los labios. Manuel descubrió las grandes huellas de su padre en la nieve abriéndole camino y, como si de un juego se tratase, fue saltando de una a otra hasta llegar a la portalada. Aquel,  le observaba en la distancia silencioso. A su modo, sonreía, y esperó paciente a que llegara.

-          - ¿Desayunaste bien?

Manuel no respondió. Asintió con la cabeza como solía hacer y se le quedó mirando con la admiración que siempre le producía  su gran tamaño y su fuerza. De mayor quería ser como él.

-       - Como ha nevado tanto y no pueden salir, tenemos que echarle de comer a las gallinas. Vete al cobertizo, coge el cesto grande y tráemelo.

Salió corriendo como una flecha, contento de poder ayudar a su padre. Le veía tan poco y era tan feliz con él que, ya había olvidado la decepción del despertar. Su madre no dejaba que le acompañase cuando iba al monte a por leña o a buscar el ganado. Decía que era demasiado pequeño aún. Cuando regresaba por las noches estaba muy cansado y él, la mayor parte de veces, ya estaba dormido. Si su padre le pedía ayuda… ¡a lo mejor es que ya no era tan pequeño!

Entró en el cobertizo dando un portazo de la emoción y por poco se cae al suelo al tropezarse precisamente con el cesto que su padre le había pedido. Alguien lo había dejado allí como a propósito. Para que lo encontrara rápido. Boca abajo… como haciéndose el despistado. Sin dudarlo lo cogió por un lateral dispuesto a salir pitando, como había llegado, pero… “¡¡¡Yaaaa!!! ¡Si que han venido!” ¡papá! ¡papá! ¡ papá!...No paraba de llamar a su padre gritando mientras se agachaba para recoger aquel pequeño cachorrito todo enredado en un enorme trapo rojo que quiso ser lazo.

Salió del cobertizo, volviendo a dejar allí tirado el viejo cesto del pienso, con los ojos inundados  de lágrimas por la emoción y el cachorrito acurrucado en su regazo.

Desde el cobertizo, su padre, y allá tras los cristales de la cocina, su madre, volvían a hacer  un ejercicio de emoción contenida frente a la felicidad del retoño.


viernes, 8 de diciembre de 2017

Una pildorita

A veces ocurre que, ciertas  cosas, sonidos… sólo son tolerables dentro  de un contexto; es más son tan habituales que dejan de ser lo que son y pasan a formar parte del ambiente como lo es el propio aire: no lo vemos, pero es obvio que está, puesto que seguimos respirando. Me refiero a los sonidos de fondo que pueblan nuestros recuerdos, esas bandas sonoras propias de cada hogar, que instintivamente reconocemos y  que, desde ese instinto casi inconsciente y primario, sosiegan nuestro ánimo o nos avisan de lo que va a acontecer… 

En mi casa pasamos del runrun de la radio con su “aquí radio Andorra” que anunciaba la hora de levantarse, o la lacrimógena novela radiofónica de “Simplemente María” que escuchaba mi madre y preconizaban la hora de merienda… a ese soniquete continuo e ininterrumpido de multitud de canales con los que nos apabulla hoy la televisión. 

A ella, a mi madre, le costó hacerse a este invento de la tele. Pero con los años, el uso, la pérdida del miedo a lo novedoso del asunto y el continuo incremento del número de canales y programaciones, fueron haciendo de este electrodoméstico el eje vertebrador de la familia: Se le destinó un lugar privilegiado en la cocina primero y después también en el salón. Un lugar desde el que poder ser visto pero al resguardo de cualquier peligro. 

A las horas claves, la melodía propia de cada programa televisivo,  nos convocaba en torno a él para ver nuestras series y documentales favoritos. Íbamos saliendo de nuestros cubículos mientras la sucesión de notas nos iba aposentando en nuestros sitios respectivos. Curiosamente, en aquellos primeros años todos coincidíamos en gusto (o quizás porque no había más). Nadie se perdía “el tíu y la tierra” (El hombre y la tierra) como decía mi madre o el “Un, dos, tres” por poner algunos ejemplos.

Lo cierto es que pasando, pasando los años, muchos años… el televisor y su soniquete se convirtió para mis padres, y ya para todos, en algo imprescindible, una mascota o algo parecido. Nada más levantarse, como si de un animalillo se tratase, un gato o un perro a los que hay que alimentar, y por pura rutina,  le daban a la corriente y el aparato comenzaba a emitir un sinfín, sonoro y absurdo, mientras ellos se dedicaban a sus tareas. Y el hombre de la tele estaba “charla que te charla”, todo el día, para no tener apenas ningún espectador. Generando ambiente… y quizás, dejando en el aire algún comprimido indeseado.

Para mi madre dejó de ser un electrodoméstico más y pasó a ser “un miembro de la familia” ¡por favor!...”Un sustituto de” : “¡la tele ni se toca!, que te crees, me hace compañía…” me dijo, cuando cansada de tanto ruido, le pedí que la apagase. Con los años, también, el volumen del aparato había ido subiendo en la medida inversa en que sus oídos iban decayendo. Ni qué decir tiene que, mi madre especialmente, se sentía muy orgullosa de, entre otros, tener por amigo a Joaquín Prat “a quien veía casi a diario”…

Bueno, a lo que iba: el runrun de fondo de la tele encendida, que nadie estaba viendo ni escuchando…, era una de esas “bandas sonoras” de mi familia: no la oyes  pero sabes que está. Y, de alguna manera, iba marcando  el ritmo de la cotidianidad: “¡Ahí va pero si es Arguiñano y aún no he puesto la mesa!”; y el paso de los años: “…en cuanto acabe el discurso del rey…cenamos”…

Recientemente he vuelto con mis hijos a pasar unos días a la casa de mi infancia. En nuestra casa, no es habitual tener encendido el televisor pero, no sé porqué, el primer día que amanecí allí, nada más levantarme, en un acto reflejo e inconsciente, encendí el aparato y comencé a trastear por la cocina ajena a todo el ruido que salía de la caja tonta. Tranquila, sosegada… como si fuera mi madre y la historia se repitiese.

Y en ese trastear sin escuchar, con la mente ahora atenta en el cuchillo y la patata que estaba pelando, una neurona, suelta y despistada, vino a captar, en el sonido de fondo,  una frasecita de un anuncio que casi consiguió que me llevara por delante la punta del dedo gordo: “QUERER más es lo que nos hace humanos”… ¡No, no, no! No se vayan a pensar ustedes que este “querer” era el que hace referencia al amor entre personas que, efectivamente, nos haría más humanos ¡qué más quisiéramos! No era ahí donde los hábiles publicistas querían poner el énfasis del eslogan si no en el ¡MÁS! ¡MÁS! ¡MÁS!...Y  no cabe la menor duda que eso es lo que subyace en nuestra actual cultura: el ansia de tener…

Estamos asistiendo a la crianza de unas generaciones insaciables y acríticas pervertidas primero por una inocente mascota que se coló hace tiempo en nuestras cocinas iniciando, con su ingenuo runrun, el lento pero eficaz lavado de cerebro de varias generaciones… la mía incluida y la primera… hasta los más novedosos cachivaches electrónicos.

¡Qué triste!...el ser humano reducido, sin darnos cuenta,  al tener…

Después de que aquella frasecita, se colara en mi cerebro, me dio miedo sestear durante el telediario, como vengo haciéndolo normalmente,  por temor a que una pildorita “de esas”, envuelta en hábiles notas musicales, se le colara a la neurona vigía y al despertar… lo hiciera deseando compulsivamente… ¡vete tú a saber qué!

sábado, 25 de noviembre de 2017

Gran evento

¡No me lo podía creer!  Aquello, podríamos decir, era para nosotros el acontecimiento por excelencia de la década. ¡Qué década! Una década y un lustro por lo menos. Me sentía nerviosa y emocionada. Pasé la tarde arreglándome y componiéndome como si fuera una adolescente preparándose para su primera cita. Miraba a cada poco el reloj comprobando el tiempo que me restaba para terminar de componerme y acudir al tan deseado evento y, me daba la impresión que, por primera vez en muchos años, Cronos se había olvidado de nosotros: no se oía su latido y las agujas andaban lentas y perezosas.

Hacía tanto tiempo que no hacíamos una salida solos, sin llevar colgados a ambos lados a nuestros hijos, unas veces bailoteando y otras protestando, que casi había olvidado todo el ritual que conlleva  arreglarse a uno mismo. No estar pensando  en botellines de agua, toallitas húmedas o pañuelos para los mocos…  sacar, tranquilamente, aquellos vestiditos  tan monos y elegantes  olvidados en el fondo del armario,  esperando tiempos mejores cuando, un chicle o una piruleta, no fuesen una continua amenaza para la fina seda, me parecía toda una hazaña. ¡Prepararse para un evento…! y  además… ¡para adultos…! nada de gatos parlantes, objetos animados y voces chillonas.

Parecíamos dos pincelillos recién sacados de su envase. Era una única sesión de tarde/noche… a la que van los mayores y “la buena gente”, para luego completar la velada con una cena que, ese día, prometía romántica. Ya… según nos íbamos aproximando al teatro, viendo el fluir de gente que caminaba presurosa en la misma dirección que nosotros, comencé a pensar que… desentonábamos un pelín. Una vez que llegamos a las puertas comprobé que, no era sólo nuestro atuendo el que andaba desfasado… allí abundaban tantas palomitas, gusanitos, gominolas y coca-colas… como en una sesión de cine infantil en hora punta. No me dejé llevar por la desolación y apelé a la tranquilidad confiando en el  buen criterio de la madurez.

Buscamos nuestras butacas y nos sentamos a esperar pacientemente que pasaran esos minutos que restaban hasta el inicio de la obra. En el teatro se observaba el ambiente de emoción  y nerviosismo propio de un estreno… o al menos a mí eso me quiso parecer: “ires y venires”, colocación de ropas de abrigo, personas que no encuentra su sillón, otras que se han equivocado… nada muy diferente que no recordara de otros tiempo… salvo el avituallamiento.

…. Hasta que se abrió el telón!...

Apenas llevábamos unos minutos de obra, esos que son necesarios para terminar de acomodarte buscando tu ángulo cómodo de visión, con un ligero murmullo… cuando empezaron a oírse por delante, por detrás, a los lados… ruiditos de bolsas… Y a mi nariz comenzó a llegarle, además del aroma de las palomitas, el inconfundible olor del ketchup y el queso parmesano… Miro atónita a todos los lados  , sin ver nada obviamente porque las luces estaban apagadas, molesta de percibir todas esas sensaciones que me impedían centrarme en los diálogos de la obra y buscando, supongo, de alguna manera, la mirada cómplice de algún otro espectador que se encontrase en mi misma situación… La única respuesta que recibo, como si de un escupitajo en el ojo se tratase es un “clok…chiiiiiisf” de una lata de coca-cola, cerveza o vaya usted a saber qué…

No pude dejar de sentirme inquieta e irritada pero, no tanto por las horas que había pasado componiéndome para estar presentable y un poco elegante, como por esa sensación de seguir estando en un cine lleno de niños y adolescentes ruidosos e irreverentes que confunden un espacio público con el salón de su casa y a quienes sólo les falta colocar los pies sobre el sillón de enfrente y tirarse un eructo o un par de pedos…

Procuro serenarme para que, “estas pequeñeces” de modernidad, no den al traste con la noche soñada haciendo un ejercicio de obstrucción del sentido del olfato y semi-oclusión del oído periférico. Sobrevivo, no sin cierto disgusto,  hasta el final de la obra. Vienen los aplausos, saludos, reverencias de los actores y el revuelo general por abandonar la sala.

Decidimos permanecer sentados unos minutos más para librarnos de empujones y pisotones y evitar un embotellamiento en las salidas para… ¡para ver en su plenitud cómo había quedado la sala…!. Mi ojo inquisitivo de ama de casa, entrenado a percibir pequeños desordenes y suciedades, se salió de sus órbitas al contemplar tanta marranería: por encima, por debajo… latas de bebidas, bolsas de chuches, cartones de palomitas, vasos de plástico… olvidados a propósito o sin recoger porque “…como nadie lo hace…”. En las puertas unas grandes papeleras, que casi nadie utilizaba, morían de inanición.

¿Quién ha pasado por el teatro? ¿El hombre super-culto y mega-informado del siglo XXI con su modernísima tecnología o una piara de gorrinos?


La próxima vez, casi mejor,  en la televisión, con el pijama y las zapatillas… y en el salón de mi casa.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Adverseando

A veces ocurre que ves a una persona fuera de su entorno de trabajo habitual, se ha cambiado el atuendo, como es lógico;  ha dejado los objetos y herramientas que le relacionan con su profesión, ya que nadie se los lleva colgados de la solapa todo el día, claro está, ni se ponen un cartel donde diga “soy la persona que te pone gasolina”; te la encuentras paseando por los jardines principales de tu ciudad y,… te cuesta reconocerla.

El rostro te suena familiar y la buena educación te dice que seas cortés y saludes como si la conocieras y realmente te acordaras de ella cuando, en ese momento, no tienes ni la más remota idea de quién es. La mente, como un viejo ordenador renqueante, se vuelve loca buscando en el disco duro la imagen primigenia y contextualizada  que relacione el “aquí y el allí” tratando de poner nombre al rostro… mientras te vas diciendo: ¿De qué le conozco? ¿De qué, de qué? ¿Dónde la he visto? Pudiendo pasarse, en esta tarea de relectura de recuerdos e imágenes, un rato largo, incluso días hasta logar visualizar y superponer las dos imágenes. ¡Eureka¡ ¡Pero si es …!

Sin embargo, no me ha pasado nunca con este hombre.

No sé cómo se llama. Le llevo viendo más de veinte años casi a diario. Siempre está solo y nunca le he visto hablar con nadie. Alguna vez le he dicho  “buenos días”, en un intento de decirle simplemente: te veo, valoro tu trabajo, lo respeto y te lo agradezco. Pero, estaba tan concentrado en su tarea, que creo que no me oyó porque, ninguna de las veces, obtuve respuesta.

No sé dónde vive. Estoy segura de que en algún lugar tiene una casa a donde va cuando acaba su jornada laboral pero… ¿dónde está? ¿Tiene mujer? ¿Tiene hijos? Sólo sé que trabaja en mi barrio y que, antes del amanecer, ya está en su puesto en trabajo. No me le he encontrado nunca en ningún otro lugar que  no sea aquí o, si le he visto, sin el uniforme y sin los accesorios y herramientas laborales, no le he reconocido.
Y para mí es todo un misterio. He visto, a lo largo de los años, cómo su pelo iba pasando suavemente del negro al perlado blanco, cómo su espalda con el tiempo y el trabajo se corvaba ligeramente… es  ¡¡¡El barrendero de mi barrio!!!…

Dos cosas me han llevado a dedicarle hoy unas líneas. La primera es que su trabajo puede ser tan alienante como el mío de ama de casa, y el de otras muchas profesiones. Si no le ponemos un poquito de salsa… y amor: nuestros trabajos  consisten en hacer para que otros deshagan. Un trabajo efímero y rutinario. Pero necesario. Al igual que el mito de Sísifo: conseguir subir con gran esfuerzo la roca a la cima de la montaña para verla rodar nuevamente hasta la falda y… tener que volver a subirla otra vez en un bucle sin fin.
Y la otra… ¡mmm el dichoso lenguaje!... ¿o la soberbia profesional?...

No sé si esta vez fue en la frutería o en la pescadería. Esperaba mi turno y, aunque parecía absorta con el móvil, observaba  la impaciencia de algunos clientes en su quietud tensa y las miradas furtivas al reloj. Todos estaban pendientes de la pantalla donde aparecía el número de turno ajenos  al entorno…  pero, allí estaba yo, a la caza de un nuevo relato…

Y le tocó el turno a aquel joven tan apuesto y guapo que había mantenido todo el tiempo una postura elegante y estirada siendo imposible no reparar en él. El momento de exclusividad, que le aportó la atención del dueño de la tienda, le soltó la espita del desahogo, como si el mostrador fuera un confesionario y el tendero un cura dispuesto a escuchar todas sus penalidades: “… y llevo un año en el paro. Estoy desesperado. Lo único que quiero es un trabajo… AUNQUE sea de barrendero”. ¡…AUNQUE…!
Entiendo la desesperación, el sufrimiento por la falta de trabajo pero el “¡AUNQUE!”… La palabra chirrió en mi interior como un resorte oxidado. Levanté la cabeza con indignación y desaprobación y me encontré con otras miradas tan contenidas y enfadadas como la mía. ¡No insulte usted jovenzuelo!

AUNQUE es una palabra (conjunción adversativa) que nos avisa de que aquello que la sigue… no es bueno, no nos gusta, no nos agrada… Con esa palabra añadida “AUNQUE” usted está denigrando a todo un gremio que se esfuerza silenciosamente para que el resto de ciudadanos estemos cómodos y sanos. Y, si por un casual piensa que es un puesto al que puede acceder cualquiera, pruebe a opositar para llegar hasta él y, si llega el caso… ¿sería capaz de soportar el estrés de la rutina, de las miradas de quienes como usted piensan que son seres inferiores que no saben ni pueden hacer otra cosa….? .

¿Acaso se considera con más dignidad que el resto de los humanos?... ¿o piensa que hay profesiones de primera y de segunda? No nos equivoquemos, no es la profesión la que dignifica al ser humano si no todo lo contrario.

Un poco de respeto y un poco de cuidado con el lenguaje  porque, estoy segura que, en el ánimo de aquel joven, no hubo intención de ofender AUNQUE hay que reconocer que, el de barrendero, se ha convertido en los últimos tiempos en un empleo muy ambicionado.


(Al barrendero de mi barrio y a mi amigo Jesús)

sábado, 11 de noviembre de 2017

Resumen sin residuos

No sé qué habrán hecho el resto personas pero yo, me he leído una sola vez el texto de la Constitución, en mi época de estudiante por obligación, y me pareció un tostón. Habitualmente nunca leo las publicaciones de leyes, decretos y enmiendas que hace el gobierno y, cuando he leído alguna lo he hecho por pura necesidad. Siempre me han parecido un “tubazo” y he tenido que hacer auténticos esfuerzos por fijar la atención y entender lo que allí se decía con un lenguaje lento, espeso y pesado.

He preferido, sobre todo por pereza y desidia, esperar a que otros se lo leyeran (llamémoslos partidos de la oposición, sindicatos, asociaciones… etc) y escuchar o leer sus resúmenes y opiniones en los medios de comunicación. Por contraste y dierencias entre todos ellos, siempre más vivos y apetecibles que los textos originales, me he ido fraguando una idea aproximada de lo que se busca y se pretende con cada uno de ellos. Craso error lo sé. Lo que nos llega, tanto de unos como de otro,s ya viene muy contaminado, y las ideas que nos hacemos, me hago, en este caso,  pueden ser… totalmente erróneas.

Por si fuera poco, todos ellos disponen de asesores que les ayudan a enmascarar el asunto que se trate y darle la tintura que más les conviene. Por lo que de lo que oímos a lo que es… puede mediar un trecho bastante grande. Utilizan el lenguaje, lo tuercen y retuercen, ponen nobles nombres a grandes mentiras… y nosotros nos lo vamos creyendo a base de bonitos titulares.

Uno de esos hermosos nombres, que a mí me llegó como algo magnífico, fue “conciliación de vida laboral y familiar”. Había pasado por aquello de: levantarse temprano, vestir a los niños, adecentar la casa, llevarlos a la guardería, ir al trabajo, la compra… todo el día corriendo de aquí para allá en un sin vivir por cuatro perras y, lo que es peor, sin disfrutar ni ver crecer a mis hijos. Aquello sonaba muy requeté bien. Aunque yo para entonces ya no trabajaba, sonó en mis oídos como la mejor de las sinfonías. Me alegré infinito.

 Sentí que, con aquello, se comenzaba a valorar no sólo la incorporación de la mujer al mundo laboral y la adquisición del puesto que por derecho nos correspondía como personas, sino también, el reconocimiento de  lo que de trabajo supone la atención a la familia y el cuidado del  hogar que, prácticamente desde siempre, ha recaído sobre nosotras y sin ningún tipo de  reconocimiento ni económico ni social. Porque, claro, ¿cuándo había surgido la necesidad de elaborar una ley que conciliara ambos ámbitos? Cuando nosotras, las mujeres, decidimos mayoritariamente dejar de pasar el día entero “atendiendo los fogones” y salir del hogar a demostrar lo que nosotras ya sabíamos: Que tenemos muchas otras capacidades y cualidades.

Y entonces… surgió el problema.

Para dar respuesta a unas nuevas necesidades y acallar las voces que se comenzaban  a levantar se inventaron este nombre: “conciliación vida familiar y laboral”…pero, resulta que, si rascas, te vas a la fuente y lees la ley… es un engaño. El más beneficiado sigue siendo el empresario porque, lo único que se hace es merodear entorno a unos derechos fundamentales a los que han colocado unas plumas de pavo real, para que parezcan más humanos, y lo que hacen en el fondo es dotar de una serie de recursos para que los hijos están más tiempo recogidos fuera del ámbito familiar mientras sus padres/madres siguen trabajando sus eternas jornadas habituales.

Otra vez la casa y la familia se han vuelto a quedar en segundo plano obviando lo que de base sustentante para la sociedad tiene esta minúscula célula.

¡Cómo nos engañan! Sí, es responsabilidad nuestra mantenernos informados cierto. Pero, tener que mantenerte al día en toda la legislación que se publica… ¿Hay alguien, incluidos profesionales de cada sector, que pueda hacerlo? En casa, como ya hemos dicho, se necesita saber de muchas profesiones y, como no se puede llegar a todo, en democracia se delega…  y confiamos…


Mi tiempo libre como ama de casa apenas da para ver un telediario al día, escribir estas líneas semanales, ojear la prensa los fines de semana, leer algo de literatura durante el verano… y salir a caminar, si se puede, una hora tres días a la semana. ¿Estudiar leyes…? Por favor… hazme un resumen sin residuos.

sábado, 4 de noviembre de 2017

...A fuego lento

En mi pueblo hay un gran nogal pegando a la iglesia en un terreno… digamos que de nadie o quizás de todos. Cuando llega el otoño, el magnífico árbol comienza a despertar la codicia de los vecinos, la mía también, que con mayor o menor descaro nos acercamos a él con palos y varas de diferentes longitudes y lo golpeamos para arrancarle los deliciosos frutos. El destrozo de ramas y hojas que  producimos es bien visible, aunque lo hayamos hecho a escondidas… Pero, hay una vecina que no lo hace y, cuando ve los restos de la batalla, siempre comenta apesadumbrada: “¿por qué generar este destrozo si el árbol te da generosamente las nueces cuando llega el momento?”. Y es tan cierto como que el sol sale cada día. ¡Y además están limpias! Si las coges cuando él te las da… no te manchas de nogalina.

Pero, vivimos tan deprisa que, esperar el momento de maduración de los procesos naturales, nos resulta desquiciante…  hacemos lo imposible por adelantar acontecimientos en un afán de… ¿ser los primeros?, ¿distinguirnos del resto?, ¿ser los mejores?... ¡quién sabe para qué! Quemando etapas generamos destrozos que pueden llegar a ser irreparables. La naturaleza tiene sus ritmos, ni todos los frutales maduran en la misma época ni los frutos de un mismo árbol lo hacen en la misma fecha. Tratar de poner otros ritmos es  tan absurdo como absurdo es engañarnos a nosotros mismos en un afán desmedido  por ser igual a los demás… ¿iguales a quién?... todos somos diferentes… y hacer las cosas en los tiempos que se marcan… ¿Qué marca quién?

Las amas de casa, hace tiempo que sabemos que, los productos de la huerta más sabrosos son los de temporada, que han crecido y madurado lentamente al sol, lo mismo que las carnes y pescados… que han crecido en sus hábitats naturales o semi-naturales sin engordes artificiales. Y, si nuestro bolsillo lo permite, siempre nos inclinamos por estos alimentos. Es curioso que seamos tan exigentes con aquello que nos llevamos a la boca y luego permitamos que se aceleren los ritmos de crecimiento y maduración de nuestros hijos… en aras del progreso. Y lo vemos tan natural… es más, lo permitimos y lo fomentamos.

Sabemos por estudios y estadísticas cuándo debe un niño arrancar a andar, cuándo comenzar a hablar… Se marca por ley el momento en el que tiene que haber aprendido a hacer pis y caca, cuándo iniciarse en la lectura… Continuamente estamos comparando a nuestros hijos desde que nacen con unos percentiles de crecimiento y peso…, con unos determinados objetivos y contenidos en el plano educativo, también generales y mayoritarios… y forzamos para que se cumplan las expectativas en las que encaja la mayoría y, si puede ser,… superarlas. Hay que ajustarse y medir desde lo establecido.

Hemos alejado mucho a nuestros hijos de sus procesos naturales de crecimiento y maduración. Se nos ha olvidado que estos “arbolitos” ni nacen todos en la misma estación, ni están sembrados en la misma tierra, ni les da el sol de la misma manera… son árboles de floración indeterminada. Lo mismo brotan en primavera que en otoño y sus frutos bien pueden ser recogidos a pleno sol o bajo las peores inclemencias temporales.
¿No os parece que todo esto que estamos haciendo: estimulación temprana, clases y actividades extraescolares, superación de objetivos y contenidos… se parece mucho a lo de apalear el nogal para ser los primeros en coger los frutos aunque estén verdes y aún conserven la vaina de nogalina? No sé si somos conscientes de que las frutas cogidas a destiempo maduran con mayor dificultad, pierden sabor… y muchas se estropean.

Nuestros hijos reparten su tiempo diario entre las clases del colegio, las actividades extraescolares, los deberes… y las carreras para estar listos con la equipación y el material adecuado para cada  actividad  y… ¡llegar a tiempo a todas ellas! Los llevamos de un lado a otro en volandas y como niños… se dejan hacer y llevar. Igual que el nogal… no puede hacer otra cosa que dejarse hacer. Pero, el ritmo de cada uno es el que es… y podemos vapulear al niño, exponerle a toda clase de estímulos… que él madurará cuando esté listo para hacerlo.

El ansia de “llegar” nos hace perder de vista la singularidad de cada niño y persona y vivir como fracasos procesos naturales que, lo único que requieren es, sencillamente, un poquito de tiempo más de cocción. ¡Una persona se hace A  FUEGO LENTO!

sábado, 28 de octubre de 2017

Maquinaria pesada

Sabía lo que quería hacer pero,  no tenía claro qué era lo que iba a comprar en cuanto a tipo de materiales, ni conocía su nombre por lo que decidí acercarme a la tienda a primera hora de la mañana para evitar, con mis dudas e inseguridades, entorpecer las ventas de la tienda y generar un tapón de clientes nerviosos. Me había levantado de buen humor, aviado la casa y preparado la comida. Iba a dedicar el resto de la mañana a mi pasatiempo favorito para lo que necesitaba ese par de cosillas que me disponía a comprar.
Llegué a la tienda a la hora justa. Ni tarde ni temprano. A las diez en punto, cuando abre todo el mundo. Me tocó esperar pero no me importó y dediqué esos minutos de espera a ensayar una sonrisa para regalar a la persona que me atendiera. Entró en la tienda como una saeta. Apenas me dio tiempo de verla hasta que la tuve delante. Casi que me asustó por lo repentino y… por la cara que traía. Me tragué la ensayada sonrisa y en un intento de disimular mi contrariedad logré balbucir un tembloroso “buenos días”.
Me recompuse interiormente del shock inicial e intenté actuar con naturalidad, si es que aquel rostro de cejas convergentes, labios contraídos  y mirada lacerante me lo permitían. El tiempo siempre es buen tema para romper el hielo, pensé con rapidez intentando dar un giro a la situación y, puesto que ese día las temperaturas, ciertamente, habían descendido unos cuantos grados… ¡zás… allá que me fui!: “¿Ha refrescado hoy? ¿Verdad? Esta mañana me asomé a la ventana, vi el solillo y… me quedé corta con la ropa. Se me están helando las patuquillas”…
Con la cabeza metida entre los hombros como un buitre arrecido y la espalda encorvada como el Jorobado de Notre Dame, la dueña de la tienda giró cuidadosamente la cabeza hacia mí y, sin más aviso que  el que mi instinto de supervivencia me dictaba con la erección del vello de los brazos, como dardos, me lanzó sus aceradas palabras:”No hace falta madrugar tanto para estas tontadas”. Me tragué mi simpatía hecha una bola que, esta vez, se quedó enquistada debajo de la garganta. A la pregunta seca y  cortante que sobrevino después…:”¡¿qué quieres?!” que más parecía una bofetada... ya no fui capaz  de responderla nada más que con monosílabos: Yo…, esto…, quería.., una cosa…
Si en principio ya llevaba inseguridad porque no sabía con certeza el nombre de lo que quería comprar… aquello me descompuso de tal manera que ya no di pie con bola. Procuré respirar en profundidad para recuperar la compostura y para ello, me distraje buscando en el bolso el papel donde tenía el croquis de mi mini-proyecto y las anotaciones con el material necesario. Fui consciente del temblor de las manos, del abandono de las traidoras palabras y la esquiva sintaxis… e incapaz de hacerme entender.
La “buena señora” lejos de percatarse del ambiente que había generado y sin ningún miramiento me lanzó la última estocada, que aunque no fue mortal, me dejó muy tocada: “Si no sabes explicarte ¿cómo demonios quieres que te entienda?”. Aquellas palabras me resbalaron por el rostro como esputos y tuve que esforzarme para contener las lágrimas que se agolpaban de impotencia y humillación.
Sí, hay personas que son como apisonadoras: allí por donde pasan machacan todo lo que se encuentran a su paso sin darse cuenta. Si, además, tienen un mal día, se han levantado con mal pie o simplemente la temperatura ha descendido unos grados… procura no estar en el radio de su influencia porque, se piensan que todo el mundo, al igual que ellos, son “maquinaria pesada” capaces de soportar cualquier inclemencia. Y así, ingenuamente,  arremeten sin ningún pudor y con tranquilidad contra todo lo que se mueve…
Cuando por fin  pareció que nos habíamos entendido, el destino quiso darme un respiro en medio de aquel vendaval escondiendo los materiales que necesitaba en el fondo del almacén. Mientras la huraña propietaria rebuscaba entre las pilas de cajas, tuve tiempo suficiente para controlar las emociones y evitar que se produjese una hecatombe.
No me gusta que me maltraten. A nadie le gusta. Y aquella señora llevaba todo el tiempo agrediéndome desde que había llegado sin haberle dado ningún motivo. El momento de calma que la búsqueda proporcionó, me llevó a tomar un poco de distancia de aquellas bofetadas lingüísticas e icónicas y pensar  que,  aquel armazón metálico debería tener algún resquicio de humanidad.

Con todas las cosas ya en la mano, a punto de salir de la tienda, muy recuperada del sobresalto, me la quedé mirando y con afabilidad  le dije mientras le ponía la mano sobre el brazo: “Deberías de ponerte una chaqueta o una bata porque se te ve encogida y constreñida del frio que tienes”. Ella simplemente estiró la frente, abrió los ojos sorprendida…  y tembló como chatarrilla.

viernes, 20 de octubre de 2017

¿Lenguaje infantil?


A todos nos ha pasado alguna vez que, al encontrarnos con un bebé (considero bebé a aquellos con edades comprendidas entre 0 y 3 años) y dirigirnos a él,  inconscientemente, hemos cambiado el tono de voz y distorsionado y alargado las palabras, en un intento pueril de hacernos entender mejor por ese personajillo que, de entrada, por pequeño de tamaño y corto de edad, hemos dado por sentado que tiene reducida su capacidad de comprensión y desconoce el idioma materno.

Es cierto que algo de eso hay, es obvio. Cuando nace un niño… tiene todo por delante para aprender. Una tarea ingente y descomunal que, a veces los adultos, más que ayudarles y facilitarles el aprendizaje, se lo complicamos… aunque sea en un intento de lo contrario. Me refiero sobre todo al tema del lenguaje. Creo que nadie nos hemos librado, yo al menos no lo he conseguido ni con mis hijos y ni con mis sobrinos, ni aún siendo consciente  del error que estaba cometiendo.

Como suele pasar, con mucha frecuencia, necesité que alguien ajeno a mi círculo de familiares o amigos viniera a ponerme en mi sitio y a mostrarme que, pequeño y joven no es sinónimo de lelo e ignorante. Fue el  caso de una niña que me hizo reír, a toro pasado por supuesto, por mi torpeza y, me enseñó con su inteligencia y espontaneidad el valor de respetar a las personas sin fijarme en edades ni tamaños.

María comenzaba ese año el colegio. Aquel iba a ser su primer día de clase. La conocía desde su nacimiento porque su padre y sus abuelos eran nuestros vecinos. Al verla esa mañana, tan peripuesta, tan contenta… dirigiéndose al cole de la mano de su madre, no pude por menos de pararme a saludarla y elogiarla de forma bastante infantil: “Pero, ¿nonne vas tan boniiiita?, ¿ya vas al coooole?...”. María escuchó mis cuchufletas  educada y pacientemente sin decir palabra y sin dejar de mirarme. Cuando callé, y ella consideró que no iba a seguir con mi ridícula perorata, muy tranquila y sin perder la calma, se volvió hacia su madre y le preguntó: “Mamá, ¿qué le pasa a esta señora?, ¿es un poco tontita…?...” Os doy permiso para reíros.

Ya lo dice el aforismo griego:”Vino y niños son verdad”. ¡Y tan verdad! Os podéis imaginar en aquel momento la tensión que se generó. La madre enrojeció y enmudeció. Pero, no menos que yo… Casi me siento en el suelo de “puritita vergüenza” porque, encima, por si hablar como una “lela” ya fue un poco degradante, me descubrí, ¡¡agachada!! en un gesto en el que creí deferencia hacia mi pequeña interlocutora y que, en el fondo, era todo lo contrario: la muestra de mi superioridad como adulto.

No os describo más el momento y os lo dejo para que lo visualicéis, os regodeéis en vuestra imaginación y os riais a capricho y placer. A mí, en aquel momento…, aunque salí airosa con una carcajada… no me sentó bien. Pero fue una gran lección que, no he olvidado a pesar de que hayan pasado más de 20 años.

Ahora, cuando me acerco a algún niño, por pequeño que sea, procuro hacerlo con cuidado y respeto. Le saludo con educación y, por si acaso, espero que sea él quien dé el primer paso. Lo hago por miedo, ¡no os vayáis a pensar otra cosa! no vaya a ser que, de una boca tan pequeña vuelva a salir otra verdad tan grande como para dejarme sentada de nuevo en el suelo como María.


Supe, tiempo después, que María era una niña de altas capacidades y decir verdades como puños, sin ningún pudor ni miramiento, forma parte de la personalidad de estos chicos para orgullo y enrojecimiento de sus padres, como en este caso. No es para justificarme sino para reincidir en la necesidad del respeto hacia el niño. Nunca se sabe qué genio tenemos delante.

viernes, 13 de octubre de 2017

Palabras sucias

A medida que va pasando el tiempo y me voy haciendo mayor, me hago más consciente de lo maravilloso y rico que puede llegar a ser nuestro idioma. Tiene palabras para todos los gustos. Ya sé que para los académicos, profesores y maestros existe ya una clasificación muy antigua  que las agrupan según la función que realizan dentro de una oración y así les dan diferentes nombres como: sustantivos, verbos, adverbios, adjetivos, pronombres, determinantes…. Etc. 

Yo he descubierto el valor de esta clasificación con el tiempo, no cuando me la explicaban en el colegio que me parecía una tarea pesada aburrida y sin sentido. A base de escuchar el uso que las diferentes personas hacen de cada una de ellas, de pensar en lo que se ha dicho y de reflexionar en los distintos significados  que se pueden generar con un sólo cambio de orden, he descubierto la lógica de la clasificación que antaño me pareció tan absurda.  

Ahora  bien, a mí se me antoja dejar un momento de lado esa clasificación tan lógica y hacer una más personal. Ya os he contado que existen palabras impertinentes, palabras rebeldes que se escapan, palabras silenciosas, palabras invisibles… Si sigo pensando y dejándome llevar,  soy capaz de oler alguna de ellas, de dejarme acariciar por las más cariñosas… y de esbozar una mueca de asco y repugnancia con otras. A éstas últimas es a las que quiero dedicar la reflexión de esta mañana.

Las palabras en sí mismas… son palabras sin más, y desde aquí, es más que buena la clasificación de los textos escolares. De alguna manera hay que ordenarlas para que todos las encontremos cuando hay necesidad de ellas. Esto es como el orden de mi casa: si todos conocemos el orden establecido de los espacios y de los armarios… encontramos enseguida lo que buscamos. Otra cosa es ya el orden que cada cual quiera poner en sus espacios y lugares particulares… Lo mismo pasa con las palabras, cuando salen del diccionario para ser usadas… ya llevan nuestro sello particular  y ni la RAE ni los libros de lengua española se hacen responsables  del uso que nosotros podamos hacer de ellas.

Las palabras se manchan o se limpian, crecen o merman, son populares o se desfasan… según la forma, el modo y  la cantidad de veces que las usemos. Y, claro,  así, hay palabras que aún no habiendo sido pensadas ni siquiera para nombrar algo que oliera, supiera… mal, terminan siendo “palabras sucias”. No, no os vayáis a pensar que me refiero a todas esas palabra que hacen reír tanto a los niños como pis, caca o pedo. O las relacionadas con el sexo a los adolescentes: pene, vulva, tetas… Ni siquiera me refiero a los tan desprestigiados tacos…  Estas de suciedad no tienen nada de nada. Son palabras a quien el destino gramatical les ha asignado eso, como a mí la naturaleza me ha obsequiado con una nariz grande. 

Son palabras que, muy a su pesar, salen del diccionario y de la clasificación general para ser usadas con fines poco claros, un tanto dudosos y que generan confusión, inseguridad, duda, miedo… Como los transgénicos, están tratadas con sustancias emotivas que modifican  su significado en la oración, perdiendo con ello todas sus funciones originales y… cuando se pronuncian…: “ALGUIEN ha dicho, ALGUIEN ha hecho, han cogido a UNOS, TODOS sabemos…, de TODOS es sabido, ¿sabes UNA cosa…?”… cuando se dicen empiezan a generar cierto tufillo apenas imperceptible al principio que termina apestando. Siembran la sospecha y la suspicacia y alejan a las personas.

Y es que, hay personas especialmente habilidosas en el uso apestoso de estas palabras. Son como serpientes, te van envolviendo despacio con su siseo… hasta que dejan bien sembrada la semilla del odio y el rencor en tu interior. Viene, las depositan como hojas invisibles que trae el viento y… ellos se van como si nada hubiera ocurrido, crecidos y orgullosos de sí mismos creyendo haberte hecho un favor con “su información”.  Tú te quedas, sin saber a qué ha venido todo aquello y, tu cordura te dirá que, la buena persona que te ha asaltado con su verborrea estaba enferma o loca. Tú no notas nada aún  pero… ya estás infectado.

¿Que si existe vacuna para este virus de las palabras sucias? Por supuesto, “los filtros auditivos” que se inyectan en el sentido común e impiden que nos dejemos llevar por lo primero que llegue a nuestros oídos.

viernes, 6 de octubre de 2017

Ortografía social

No necesito conectar el televisor o leer los periódicos para saber qué se guisa por el mundo, de hecho, me sobra y me basta con un noticiario diario y un periódico semanal o quincenal, para darme cuenta de la barbarie, cada vez más calentita, en la que anda metida esta gran bola…. No hay sección, ni en unos ni en otros, que se libre de esta vorágine de locura… bueno la de “El tiempo” y eso si nos olvidamos de las consecuencias nefastas que traen algunos agentes meteorológicos pero, como sección informativa… es la más aséptica.

Y no necesito verlos, porque lo veo cada día en el barrio, en el pueblo, en la fila de la frutería o en la cola del banco.  La cotidianeidad contiene ya tal cantidad de violencia que, añadir una gota más, sólo me llevaría a un estado de crispación e impotencia de la que prefiero mantenerme alejada. Me duele descubrir y escuchar esas pequeñas agresiones, casi invisibles, que otros ejercen sobre mí y, a mi vez, que yo debo de  ejercer sobre otros. Esas pequeñas violencias, casi inadvertidas que inquietan nuestro semblante y muchas veces no logramos ni identificar… Esas que se nos pegan sigilosas en el alma… como lapas y, a base de unirse unas a otras, van  generando un enorme costrón, de peso indefinido, que sepulta nuestro talante al fondo de una coraza.

Llegar, llegan, como quien no quiere la cosa, silenciosas y de una en una. Para cuando te quieres dar cuenta de que estás infectada de violencia, tu rostro ya resulta irreconocible hasta para ti mismo: un rictus de tensa alerta endurece tus facciones permanentemente y tus ojos se salen de las órbitas, a fuerza de  escrutar la cotidianidad, para protegerte del sopapo que te va a llegar en cualquier momento, sin habértelo comido ni guisado. Para entonces, para cuando te das cuenta de tu infección, ya has contagiado a medio barrio con tu  intento, como los demás, de colarte en alguna tienda; has lanzado frases lapidarias por el puro placer de quedarte a gusto sin importar a quién dañaras; has ignorado, con tu aire de superioridad, a los que tenías al lado… generando pequeñas violencias, que se quedan flotando en el aire como los virus de la gripe.
 Generamos violencia con tanta facilidad que… muchas veces ni siquiera somos  conscientes de que lo hacemos. Y nos hemos habituado a ella, hemos perdido la sensibilidad, de tal manera, que no somos capaces de reconocerla, a no ser que llegue en grados desmesurados. La violencia se disfraza con palabras que abofetean sin dejar huellas, con silencios que te empujan a la soledad, con caricias que levantan ampollas… pero de esas violencias no se habla porque no las vemos,  porque no están calificadas con un adjetivo que las eleve a la categoría de ser atendidas…  Tenemos que reinventarnos las palabras o adjetivarlas para recuperar el concepto de violencia, tan viejo y doloroso como la humanidad misma.

Quitar las lapas que generan nuestras corazas no es nada fácil. Hay que  pasar por el escáner de la honradez, de esto andamos cada vez más escasos, buscar e identificar en nuestro interior, como con un microscopio de laboratorio, e irlas quitando con precisión quirúrgica, igual que se pegaron: de una en una. Es un trabajo lento y laborioso, no exento de dolor pero, con un postoperatorio muy gratificante.

Me viene a la memoria una “anécdota”, (y no tengo nada que ver con Lolita Flores),  de hace años, digamos que bastantes, cuando todavía iba al colegio: Con motivo de la visita de un miembro de una ONG,  solidaria con algo relacionado con la infancia, en  clase nos pusieron aquel día como deberes escribir una redacción precisamente con ese tema. No recuerdo muy bien cómo fue mi escrito pero el tema lo centré en “los niños abandonados” (otra forma de violencia). Por ende, en mi redacción aparecía la palabra “abandono”, y todas sus derivaciones, muchas veces pero… todas escritas primorosamente con V. La profesora, después de corregir todos los trabajos me llamó aparte y, tras felicitarme por la excelencia del contenido de mi tarea me dijo: ”…y además sepa usted señorita que el abandono de un niño es algo tan terrible que hasta se escribe con B”.

Desde esta forma social de aprender ortografía, y vista la incrustación que la violencia tiene en la sociedad y el empeño que tenemos en ponerle calificativos para hacerla visible unas veces, otras para distinguirla y algunas incluso hasta para distanciarnos, bien podría decirse que “violencia” debería de escribirse con “b” pero, no con esta pequeñita, con la grande, con “B” mayúscula, que se vea bien, y me atrevería a pedirle al gramático que representa esta letra en la RAE, que hiciera el favor de incorporar a su gran lista de palabras esta nueva violencia con “B” : “Biolencia: la violencia que nadie ve pero que es real”.


Como agresora y perceptora de agresión reconozco el sufrimiento que ambas posiciones generan. Pero, si no hacemos un ejercicio de visualización y sanación personal e interna… de las “microviolencias” cotidianas… todas las luchas por erradicar la violencia serán inútiles lleven el nombre que lleven.

viernes, 29 de septiembre de 2017

¡Mil doscientos euros!

Parecía que estaba absorta en mis tareas mientras el televisor zumbaba a sus anchas sin que nadie le prestara atención, como un abejorro en verano,  cuando el insultante dato se coló  por mis orejas acaparando toda mi atención: ¡¡¡mil doscientos euros!!! ¿habré escuchado bien? Dejé la cama a medio hacer con las sábanas sobre la silla y me fui hasta la cocina, donde estaba la caja parlante, para verificar lo que a todas luces ya sabía que era cierto. Efectivamente ¡mil doscientos euros! ¿Estamos locos o qué? Escúchenme ¡nunca!, ¡nunca en los quince años de escolarización de mis hijos, uno a punto de acabar Bachillerato y el otro en mitad de la ESO, he gastado en uno sólo de ellos la mitad de esa cantidad. Con lo cual, como la mayoría de los españolitos de a pie, me pregunto dos cosas: una de dos o cuando toman los datos los encargados de hacer las estadísticas lo hacen en el barrio de Salamanca de Madrid o, estamos engordando las cifras por algún motivo que desconozco.

Todos sabemos que la gente ricachona, con tal de distinguirse y que se note quiénes son sus hijos, es capaz de colgarles un cencerro de oro pero, no sé si eso deberíamos de considerarlo como material imprescindible para el colegio y valorarlo en las estadísticas. Ya sabemos también que siempre habrá idiotas que quieran codearse con aquellos otros y les coloquen a los suyos unas albardas que quiebren su economía familiar. Todo por el “postureo”, que se dice ahora, el “aparentar” que se decía en mis tiempos, aunque luego coman patatas todo el año.

Apartando a  estas dos “subclases” a las que les puede la tontada, ¿puede alguien decirme si realmente la vuelta al cole de uno de sus hijos alcanza esa desorbitada cantidad? Y cuando digo vuelta al cole me estoy refiriendo únicamente a aquello que es propio e imprescindible para el colegio. No me metáis por favor la ropa, abrigos, el calzado… todo eso forma parte de OTRO bloque de la economía ¿o alguien se atreverá a decirme, independientemente de que sus hijos vayan o no al colegio, que después de un verano, dos meses, sus hijos no han pegado un estirón y necesariamente tienen que renovar su vestuario?  Con eso, señores y señoras mías, ya deberían haber contado, haberlo tenido previsto y no incluirlo en la factura del colegio. El problema es que nos hemos gastado el dinero en otros menesteres y ahora queremos justificar nuestra estrechez económica con la factura del colegio.

Otra cosa de la que también nos hemos olvidado es a hacer balance a final y principio de curso: qué nos ha quedado del curso anterior, del hermano mayor… que pueda ser aprovechable y qué es lo que realmente es necesario; ¿puedo conseguir algún material de segunda mano? No claro, a todos nos gusta, para que no se diga, que nuestros hijos lo lleven TODO nuevo y de la mejor calidad, cuando menos que supere a la del vecino de al lado…

Y luego salimos gritando que si los libros son muy caros y que nos los deberían regalar… Seamos sensatos. Si nos ponemos a hacer cuentas, en material escolar, porque el resto de la formación de nuestros hijos es gratuito, ¡eso que TANTO nos importa para el futuro de nuestros hijos! nos sale a menos de un euro diario. Menos que el café que nos tomamos cuando los dejamos en el cole, menos que las megapropinas que les damos los fines de semana,  menos que el “long” o “scooter” que les hemos comprado para su cumpleaños, mucho menos que el móvil y su mantenimiento… y, por supuesto, muchísimo menos que las supervacaciones que nos hemos pasado en la playa.

No os vayáis a pensar que no soy consciente de que hay familias que no se autoengañan, porque la prestaciones del paro y de la Renta Mínima de Inserción son lo que son y no dan ni para comer. Pero, curiosamente, no son estas las que más se quejan ni en nombre de ellas se levanta la voz.
Tampoco se me escapa como madre, economista de su casa y observadora de la vida, el rollo que se tienen las editoriales para obligarnos a cambiar de libros cada año y el buen aprovechamiento que hacen con el revoltijo que hay constantemente en educación.


Pero eso, es tema para otro momento. Lo que ahora quisiera es que miráramos bien dentro de nuestra cartera y nuestra conciencia, y viéramos si es, realmente, tanto lo que gastamos en material escolar para nuestros hijos.

viernes, 22 de septiembre de 2017

Palabras que hacen cambiar

El burro es burro sólo por que ha nacido burro pero, hay personas que han nacido personas y se convierten en burros, con permiso y perdón de los burros.

Mis El padres fueron unas personas muy sencillas y de origen humilde. No pudieron asistir mucho a la escuela por lo que no adquirieron ni grandes ni pequeños conocimientos de filosofía, aritmética o literatura, pero sí observaron la vida con atención y delicadeza, y descubrieron que las palabras amables y corteses abren puertas y acercan a las personas, por lo que siempre nos insistieron en la conveniencia de su uso.

No sé si son palabras de cortesía, de educación o de respeto, pero en cualquier caso, estoy echando de menos, cada vez más, su utilización en la sociedad y a lo mejor se está haciendo necesario volver a repasarlas y estudiarlas.

 Un ¡Buenos días!, o un ¡Buenas tardes!, al entrar o salir de algún lugar da una buena imagen del que entra y es un signo de respeto hacia las personas que están dentro, dejando bien sentado que te has dado cuenta de que están allí. Los has visto que es lo importante… porque a veces parece que llevamos orejeras puestas y no distinguimos más allá de la punta de nuestro zapato o nuestra nariz.  El silencio, omitir el saludo, al entrar en algún sitio donde hay personas, borra a las que allí están, como la goma al lápiz, por decirlo de una forma poco hiriente.

Lo mismo ocurre si el saludo lo dices al paso por la calle con un simple ¡Adiós!... vuelves a dejar sentado a la persona con la que te has cruzado que la reconoces y la distingues de entre la multitud. No se necesita más. Nadie te pedirá que cuentes tus intimidades o que fragüéis una amistad. Sin más, sencillo, elegante, correcto y educado. No hacerlo da una invisibilidad vejatoria al otro: “no eres nada para mí por lo que no te veo y en consecuencia no eres digno de mi saludo”. Y al que ha negado el saludo… le aumenta el brillo corrosivo de la soberbia.

Cuando entramos en algún lugar y saludamos, con nuestro saludo, además nos hacemos ver, sin estridencias, soberbias  ni ofensas. Y, aunque parezca un acto de egocentrismo, obligamos a las personas que están dentro, cuando menos,  a mirarnos y, por unos segundos, nos  prestarán atención y se predispondrán positivamente hacia nosotros, atendiéndonos si es el caso  o, simplemente, acogiéndonos con su saludo de respuesta. A no ser, claro está, que sea otro “transformer” a equino. Con aquellos con los que te cruzas, reciben el mensaje e inconscientemente, la próxima vez que os encontréis, te distinguirán de lejos y  prepararán una sonrisa para regalarte.

En realidad son palabras asépticas, sin ningún tipo de interés para nadie, pero que tienen la particularidad  de mover al cambio si se usan con regularidad. Puede que cambie mi futuro o quizás el tuyo, independientemente de que seas el emisor o el receptor. Si además las decimos con una sonrisa… hasta es posible que no haya que esperar para ver su efecto y lo empieces a notar en el acto. Nadie, absolutamente nadie, aunque parezca una roca, es inmune a una palabra amable.

Esto lo conocen muy bien los responsables de supermercados, grandes almacenes y superficies comerciales y lo explotan estupendamente, sacándole el máximo partido al inculcárselo a sus empleados. Estos nos lo hacen llegar, aunque a veces de una forma un poco mecánica y forzada,  sin que nos demos cuenta. Presta atención la próxima vez que vayas a uno de estos  lugares y veras que, por muy larga que sea la cola de la caja, la persona que  atiende, no da un saludo general para que cada uno coja su parte si no que, pacientemente, nos va saludando uno a uno según nuestro turno y nos dedica unos segundos de exclusividad que nos hace ser únicos. Eso nos gusta y nos sentimos bien.

Es una pena que, como padres, hayamos dejado de educar a nuestros hijos en estas pequeñas cosas y tenga que venir alguien, con intereses mercantiles, a redescubrirnos lo importantes que son y el poder que tienen.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Desfase generacional

Soy la número once de una familia súpernumerosa. Y, no. No soy la pequeña. Después de mí, la naturaleza todavía tuvo a bien, agasajar a mis padres con un vástago más. Y, sólo tuve el privilegio de disfrutar del puesto honorífico de benjamina de la familia dos años escurridos.

Mis padres nos tuvieron a Benjamín y a mí casi a la edad de ser abuelos. Y sin “casi”, ¡como que mi hermana mayor y mi madre pasearon juntas sus respectivos carricoches! Allí dentro iban Benjamín y nuestra primera sobrina con apenas unos meses de diferencia. Yo, me agarraba como podía a alguno de los laterales de los carritos para no perder pie o que no me dejaran atrás. ¡Qué más hubiera querido yo que hubiesen existido esos cochecitos dobles  que veo hoy por la calle o los complementos que, a modo de patinetes, se adosan al carrito principal…! De todas formas, no había tanta prisa como ahora por lo que tampoco había necesidad.

 Y es que… es lo que  tiene pertenecer a una familia tan grande… se confunden los hijos con los nietos, los sobrinos con los hermanos… todo un pupurrí de parentescos y generaciones.  Hay tal variedad de edades, colores, tonos  y matices que el arcoíris se queda corto para definirnos. Nadie hay igual a otro. Cada uno tiene su peculiaridad y su forma de pensar y educar. Todos nos aprovechamos de la pluralidad y la riqueza que eso supone aunque, también tiene sus inconvenientes. Uno de ellos, que a mí me generó muchos dolores de cabeza, fue el desfase generacional.

Benjamín y yo teníamos prácticamente la misma edad que nuestros primeros sobrinos. Jugábamos a los mismos juegos, teníamos los mismos amigos y nos gustaban las mismas cosas.  Aquellos “artilugios de los demonios”, como llamaba mi madre a la radio, radiocasete y el tocadiscos, “causantes de la perversión de los jóvenes” rozaban con el sacrilegio en nuestra casa y sin embargo, formaban parte de la cotidianidad de nuestros sobrinos… También es verdad que los recursos económicos de una casa y de la otra no tenían nada que ver.  Deseábamos aquellos objetos con tanto ahincó… y, cuando llegaron, gracias a los trabajillos de los hermanos mayores,  ya habían perdido la característica de la novedad, pero lo vivimos  como el acontecimiento de la década.

La diferencia más notable estaba en la forma de educar. Mientras fuimos muy pequeños, hasta los cuatro o cinco años, no recuerdo que mi hermana mayor y mi cuñado fueran muy distintos a mis padres. Era una educación basada en los cuidados de atención primaria: alimentación, higiene, sueño… aunque ahora que lo rememoro, me doy cuenta que incluso en esto ya había diferencia. Si lo recuerdo ahora es porque lo observé entonces. Cuando realmente me di cuenta de la distancia abismal a la que estaban mis padres fue en el primer contacto con el colegio… los míos eran los únicos padres viejos, sus vestidos no estaban acordes con los del resto de los padres y en consecuencia los nuestros tampoco.

Aquel primer día salí maravillada de clase al ver a varias niñas… ¡con pantalones! Haber estado centrada esos primeros años en un círculo social tan pequeño, que es la familia, aunque la mía fuera inmensa, me había llevado a aceptar sin más, como algo normal y lógico, que los hombres llevaban pantalones y las mujeres faldas. Nunca antes, ni por la corta edad ni por el cuestionamiento de la autoridad paterna, se me había pasado por la cabeza plantear el deseo de ponerme unos pantalones como los de mis hermanos. ¡Aunque bien lo deseaba! Las faldas, los pololos y los leotardos no eran buena vestimenta para  encaramarse por árboles, tapias o verjas a lo que era tan aficionada. Siempre acababa con un roto  en alguna prenda, lo que enervaba a mi madre, o una rozadura en la rodilla que me fastidiaba a mí.

Hacía tiempo que las mujeres llevaban pantalones, pero mi madre seguía pensando que aquella prenda era patrimonio exclusivo de los varones, y que las mujeres que las llevaban, además de unos marimachos, eran hijas del demonio. Mi hermana mayor vestía algunas veces pantalones, aunque no osaba ponérselos cuando venía a casa de visita. Mi madre lo sabía y no decía nada públicamente, consciente que aquel pajarillo ya había escapado del nido. Mis sobrinas, sobretodo en invierno, los llevaban con regularidad y yo… suspiraba, lloraba y suplicaba por uno de aquellos.

Tuve que esperar "sólo" hasta los catorce años para estrenar mis primeros pantalones… Eran marrones, de pana fina y… me quedaban grandes. “¡No importa!, ¡Yo me los pongo así! ¡No pasa nada!” Fue mi respuesta cuando mi madre propuso devolverlos a la tienda. ¡Cómo iba a permitir que se los volvieran a llevar, de regreso a la ciudad, la semana siguiente, para cambiarlos por otros, después de tantos años de espera! Mira que si por el camino a mi madre le daba la ventolera de la pecaminosidad y volvía con otro vestidito mojigato… No, mejor grandes que nada.

Imagino que, aquella pequeña y ridícula concesión de la prenda de vestir, para mi madre especialmente, supuso un esfuerzo tremendo, porque tuvo que romper sus esquemas educativos, aquellos que le sirvieron para sus hijas mayores pero que sonaban rancios y  decimonónicos para los pequeños. Para nosotras fue una batalla más de tantas que tuvimos que librar en este desfase generacional y por supuesto, no fue ni la más dura ni la de mayor relevancia  para el futuro.
Mi madre, que murió en el 2005, lo hizo sin haberse puesto nunca unos pantalones. Es más, no se los puso ni siquiera para dormir, los pijamas gozaban del mismo prestigio y moralidad.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Áreas de descanso

Este verano, aprovechando la buena disposición de nuestros hijos adolescentes, decidimos hacer un viajecito en familia por nuestra querida España. Dejamos un poquito de lado el sector costero (playero), por el que nos habíamos movido hasta ahora por aquello del sol, la arena, el agua, los castillos… y salimos en busca de otros más reales y monumentales y, por supuesto, con mucha más historia.
El asunto requería algunos días más de las hasta ahora escapadas de fin de semana a las que estábamos acostumbrados y, por supuesto, de un desembolso mayor del que veníamos haciendo. Sólo la pernoctación de cuatro personas adultas,  (por más que les insistí a los hosteleros,  no fueron capaces de ver “a mis niños” como tales), ya nos suponía… ¡casi la mitad de la extra de verano! Añoré, monetariamente,  aquel tiempo en el que en una habitación de cama de matrimonio dormíamos los cuatro y con dos menús  era más que suficiente para sentirnos ahítos.
Para abaratar costes, decidimos emplear un día entero para llegar a nuestro destino y otro para regresar haciendo dos rutas diferentes y conociendo los lugares de paso. Para ambos casos había propuestas más que suficiente para ocupar el tiempo, de hecho, no pudimos verlo todo. Como preveíamos que serían días de aventura y no sabíamos cómo estarían las carreteras, si encontraríamos lugares para comer,… nos decantamos por volver a la época del seiscientos y tirar de nevera y fiambrera.
¡Qué tristeza! ¡ya no puedes parar dónde te apetezca, te venga bien o lo necesites! Tienes que parar en las zonas habilitadas para tal fin. Obviamente, si vas por autovía, tienes que hacerlo en los espacios que te marcan y sólo te quedan dos posibilidades: parar en las áreas de servicio (privadas) o en las áreas de descanso (públicas). Como íbamos bien pertrechados de pan, embutidos, cervezas-sin, coca-colas y un par de mantas en el maletero… nos decantamos por estas últimas. ¡¡¡Pero qué pedazo de ingenuos fuimos!!!
…Julio, …interior de la península, …área libre de descanso… ¡Esto es España señores! ¡Doblemente España!: ¿A qué deslumbrante ingeniero de obras y caminos se le habrá ocurrido hacer áreas de descanso SIN UNA SOMBRA? Muy ingenioso y considerado fue al pensar en los aseos pero… ¡¡¡olvidó dejar la llave!!! Y qué decir de los usuarios… ¿para qué llevar los desperdicios a la enooorme papelera si la mayor parte son biodegradables o se los lleva el viento…? Y ¿que no hay llave en el servicio? … pues, aquí mismo en la puerta… ¡para que aprendan!...
Pasamos, prácticamente de largo por el primer área, tal era su aspecto. El segundo… más de lo mismo. En el tercero… era ya tarde y paramos por necesidad. No había nadie, como no podía ser de otra manera. Nos instalamos en la zona más alejada del edificio apestoso de los aseos donde no llegaban sus efluvios, ya casi en la zona de salida, como quien tiene prisa. Y, realmente, en esas circunstancias, la teníamos. Aunque el olor no llegaba allí, el sol nos daba de pleno y, a pesar de las improvisadas sombrillas construidas con las mantas… hasta la fiambrera crujió del calentón.
Supongo que estos señores que viajan en jets privados, en limusinas y coches con chófer, que tienen reservas en restaurantes de cuatro tenedores… y se ocupan de nuestro bienestar proyectando, desde sus despachos con aire acondicionado, lugares para nuestro reposo… jamás han sentido la necesidad, ¡¡ni por asomo!!, de tener que parar en una de estas zonas de “ÁREA DE DESCANSO”  si no, tendrían por ejemplo más en cuenta la meteorología de la zona, la vegetación más adecuada o la importancia de una pequeña llave.

Y así, sin haberlo proyectado ni pensado, tuvimos la oportunidad de mostrar a nuestros hijos  esa otra España que no sale en los folletos turísticos ni en los libros de historia. Por si aún no habían tenido tiempo ni lugar de conocerla en nuestra ciudad.

viernes, 30 de junio de 2017

Bolsitas decorativas

Tengo el privilegio de vivir en una ciudad pequeña. Por si esto fuera poco, vivo en un piso exterior que da, todo él, a unos jardines públicos con parque incluido. Las vistas desde mi casa son excepcionales, la luz es inigualable y los ruidos, al amanecer, son muy similares a los del pueblo: gorriones, palomas, tórtolas, petirrojos…  que elevan su saludo al sol  cada mañana.

Sin querer, desde mi cocina observo el trasiego del parque a lo largo del día. El parque tiene sus rutinas, sus tardes álgidas de máximo aforo, con las risas y gritos de los niños, la intimidad de los rumores nocturnos, el silencio de la mañana… y en cada momento es visitado por diferentes tipos de personas: los que vienen a divertirse, los que buscan intimidad, los que quieren silencio…

Y están también esas personas “relámpago” y furtivas, que aparecen por el parque tres veces al día: por la mañana, al mediodía y por la noche. Llegan  temprano o tarde, según el momento del día, pero siempre cuando el parque suele estar vacio. Acostumbran a hacerse  acompañar por uno o varios perritos de diferentes razas y tamaños. Se colocan en una esquina, miran a la derecha, a la izquierda, para atrás… y sueltan a sus mascotas para que correteen… ¿para que correteen?... ¡No, que va! Para que hagan sus caquitas y sus pises. Y en cuanto esto ocurre… recogen… ¡no!, no vayáis a pensar que sus excrementos, ¡qué va!,… a sus perritos y desaparecen, como alma que lleva el diablo, por el mismo lugar que llegaron. Creen que nadie les ha visto y se van, dejando sobre el césped, tal y como su canino dueño lo trajo al mundo, el paquetito.

Y esto lo repiten tres veces al día. No vayáis a pensar que es una excepción, nada de eso. Son más de los que os pensáis. Dan el pego por que procuran no ser vistos y como testigo de su “inocencia” y buena urbanidad, está la siempre bien doblada y limpia bolsita recoge-cacas que, permanece atada a su servil  correa… impoluta en el viaje de salida e impoluta en el viaje de vuelta… Siempre una y siempre la misma que, una vez fuera del parque, en cuanto dan vuelta a la esquina, se convierte en el emblema de los dueños responsables y les convierte a ellos en ciudadanos ejemplares.

A veces la jugada les sale mal. En aquel momento puede que alguna persona merodee por la zona, y nos les queda más remedio que desplegar  su emblema y doblar la rodilla. Desde casa, veo la cara y la postura de asco y repulsión que les produce el gesto de responsabilidad forzada  al percibir el aroma y sentir el tacto cálido de unas heces recién depositadas y, entre risas, observo como sujetan su bandera con el índice y el pulgar extendiendo el brazo lo más posible para que no se les pegue nada de aquel repulsivo contenido.

Algunas de estas personas, ya no sé si por asco hacia el producto residual de su amigo más fiel o por despecho hacia el resto de la sociedad, llegados a este  caso, de verse obligados a doblar la rodilla y embolsar las hediondas sustancias, no se dignan ni a llevarlas a la papelera… “¡vamos anda, sólo faltaba eso!...” y, en el caminillo hacia ella, repiten la operación primera de hacerse el despistado mirando a un lado y otro para ver si ha pasado el peligro y… ¡zas!... lanzan contenido y continente hacia un lado, volviéndose a desentender del asunto, esta vez bien empaquetado y dos veces contaminante por las heces y por la bolsa.

Y esto no es todo. ¡No os vayáis todavía que aún hay más!... Son los más divertidos, si es que esto tiene algo de diversión: Son los que tienen complejo navideño. Aquellos que recogen las caquitas, anudan la bolsa primorosamente y… buscan un lugar donde colocarlo… ¿a modo de bola de navidad en un árbol, una valla…? Pues sí,  y allí lo dejan colgado… ¡O a lo mejor es un nuevo tipo de arte que yo no he descubierto!... Porque como las bolsitas son de colores… “queda muy decorativo…”

Desde la ventana de mi cocina, tengo el privilegio de desenmascarar a estas personas relámpago y furtivas,  “cerdos de dos patas” irresponsables que, ensucian nuestros parques y ciudades a sabiendas, como si no pasara nada.


Y desde mi ventana también, va el aplauso para esos otros que SI cumplen con su responsabilidad.