viernes, 27 de enero de 2017

Una pregunta muy sucia

Por motivos del trabajo de mi marido tuvimos que trasladar nuestra residencia, temporalmente, y nos instalamos en un pueblecito, más bien pequeño, muy próximo al del destino. Por aquella época, recién casados y sin hijos, más que un descalabro familiar, aquello prometía ser una aventura romántica. Tampoco había mucho que trasladar: cuatro enseres y un par de maletas. Era prácticamente todo lo que teníamos. Total, íbamos a casa alquilada y amueblada. ¡Qué más podíamos necesitar!


Decidimos utilizar las vacaciones de verano para realizar la mudanza, instalarnos y conocer el entorno y a los vecinos. Y allí nos plantamos a principio de junio. En un par de horas nos tenían perfectamente catalogados y ubicados. Las primeras presentaciones se hicieron casi sin bajar del coche. Nosotros tardamos un poco más en conocer al resto de habitantes… ¡tres días! 

Digamos que por aquellas fechas, en el pueblo se encontraban las personas que vivían allí habitualmente. El “boom” veraniego se producía en agosto como en casi todo los pueblos, coincidiendo con las fiestas patronales.

Todas las casas, cerradas hasta ese momento, abrieron sus puertas y fueron apareciendo personas desconocidas…para nosotros, de todas las edades y condición. Se abrazaban, se saludaban… ¡…y a nosotros también! Curiosamente todos nos conocían ya y sabía de nosotros los detalles más elementales. ¡Esto es un pueblo!

Aquella tarde, todos los vecinos estaban convocados a las 6  en la plaza del pueblo para el gran concurso de los juegos populares. En total no sé si llegaríamos a un centenar. Grandes y chicos indistintamente participábamos en las actividades. Nosotros salimos a jugar también, como era lógico, pero sobre todo, y al principio, a observar para ir conociendo costumbres y tradiciones.

En un momento, casualmente,  me quedé sola sentada  en un banco pero, para nada me sentí excluida o apartada. Disfrutaba observando los “ires y venires” de los juegos, intentando relacionar cada persona con su casa o familia de origen o simplemente recordando sus nombres… Una mujer, más bien joven, de las que habían llegado con motivo de las fiestas, quizás preocupada al verme sola allí sentada, se sentó a mi lado y me dio conversación. No recuerdo muy bien de qué hablamos pero la conclusión de la conversación se me quedó grabada…a fin de cuentas era “aquello“ lo que realmente interesaba y lo que había venido a averiguar, ¿con qué objetivo?...

La mujer en cuestión a punto ya de despedirse me miró y dijo:”…y a todo esto… ¿tú qué eres?”.

Yo, muy ladina, contuve una sonrisa de sarcasmo, y con un fino cinismo…bajé la miranda para pasar revista a mi atuendo, no fuera a ser que mientras hablábamos alguna de mis prendas se hubiera transformado o hubiera ocultado todos mis atributos femeninos. Concluida la operación de inspección la miré y haciéndome la sorprendida le respondí: ¿yo?...una mujer. ¿No se nota? De sobra sabía a qué  se refería. Pero, ya empezaba a estar un poco cansada de la tontería esa de valorar y clasificar a las personas por lo que tienen o los estudios que han realizados, que para nada dicen lo que en realidad somos.

Los meses anteriores me había dedicado a estar con los vecinos, charlando, compartiendo, aprendiendo todos de todos, conociéndonos…y siempre había sido yo…una persona igual a ellos con luces y sombras. Nadie osó, en todo ese tiempo,  pese a los momentos confidenciales, que hubo muchos, hacer una pregunta tan sucia.

Entonces me pareció sucia y hoy… ¡más sucia!, con el agravante de que ese significado mercantil y pobretón de la persona se ha ido popularizado y… ya llevamos la respuesta aprendida y enganchada  en la solapa de la chaqueta, de tal manera que, es nuestra carta de presentación. “Soy ingeniero, soy enfermera, soy ama de casa…No importa que la persona en cuestión sea buena persona o un ladrón, que sea muy inteligente o un “gilipollas redomao”… solo cuenta si ha estudiado y “qué” y “donde” lo ha hecho con el único objetivo de saber a qué “casta” pertenece, en qué escalafón social se te puede  colocar y si eres por tanto,  digna de la amistar o trato del que pregunta…

Ya nos queda lejos aquel aforismo que decía: “Lo que la naturaleza no da… Salamanca no presta”…Parece que finalmente Salamanca haya ganado la partida a la naturaleza…

viernes, 20 de enero de 2017

Arcoiris ideológico


Soy una persona.
Me relaciono y vivo en familia, en comunidad y en sociedad. Me resulta imposible sustraerme del mundo que me rodea y en consecuencia soy política por naturaleza y necesidad.
Tengo principios y directrices que me guían, muchas veces incluso sin saberlo. No nacieron ayer espontáneamente, como las palabras, se han ido guisando a fuego lento. Cuando llega el momento ellos solos, mis principios y directrices, se manifiestan indicándome hacia dónde seguir.
Con los años, mi pensamiento se ha ido forjando a base de escuchar a otras personas, leyendo, observando, viviendo, equivocándome y acertando.
 Observo que mi forma de pensar ha crecido, madurado, cambiado… y me doy cuenta  de que el pensamiento es dinámico. Lo que ayer veía con nitidez hoy…ya no está tan claro: algunas ideas mudan de color o se matizan ligera y sutilmente; otras son nuevas y las hay… inamovibles.
Tengo que decir que en ningún momento  me he considerado del color azul, ni del rojo, ni el morado, ni el naranja…ni de ninguna gama en particular. Cuando ha llegado el momento de opinar…he escuchado, observado…y…he dado mi opinión. Nos llaman indecisos. Yo diría responsables (sin que esto suponga quitar ni un ápice de responsabilidad a los que lo tienen claro). Cada color  tiene algo con lo que comulgo y algo con lo que no puedo estar de acuerdo.
Ser así  forma parte de mi individualidad y, suelo tomar partido por aquello que en cada momento me parece menos dañino, más coherente y más próximo a mis principios… Algunos también nos llaman chaqueteros…sólo intento ser fiel a mi misma y a mi forma dinámica de pensar. El cambio hace avanzar a las sociedades y nos hace crecer como personas. Y, si el color de una chaqueta deja de gustarme, ha perdido el brillo inicial que tanto me gustó o simplemente ya no se ajusta a mi talla… ¿por qué seguir poniéndola?...
Aplicado a la  vida cotidiana y, siguiendo el ejemplo de la ropa, siempre le digo a mis hijos que cada momento, tiempo, situación y evento requiere un atuendo distinto. ¿Por aparentar? No, por comodidad. ¡Mal se sube el Everest con unas chanclas de playa!
¿Me he equivocado?... sí, muchísimas veces, pese a lo que el sentido común en ese momento aparentaba.
 Y cuesta reconocer y aceptar el error lo mismo que cuesta renovarse. Dejarnos crecer, romper nuestros propios límites es doloroso y a veces aterrador…pero necesario.

Recientemente uno de mis hijos, adolescente, llegó a casa con uno de sus amigos. Ambos estaban entusiasmados porque,  por primera vez, habían estampado su firma para apoyar y elevar “una propuesta al parlamento” Buscaban mi beneplácito y como respuesta les pregunté las razones por las que creían que había que apoyar esa idea. Me las dieron. No voy a entrar a juzgarlas. Eran sus razones y,  en ese momento, tan dignas y buenas como podía haber sido lo contrario. Creyeron, sencillamente, que era lo correcto.

Pese a ello, les pedí permiso para hacer de abogado del diablo y me posicioné en la postura opuesta. Tuvimos unos minutos de diálogo y comenzaron a dudar. –Mamá…¿nos hemos equivocado?... -¡No! Respondí. Porque no había nada que responder. Sólo les sugerí que intentaran siempre escuchar la versión de quienes opinan diferente para así conocer la propuesta de una forma más real. Ver y tratar de distinguir la mayor variedad posible de toda la gama de colores que hay en el arcoíris…
Posiblemente después  apoyaran la misma idea, o quizás no, pero…  fuese lo que fuese, incluido el error, siempre sería un acto de responsabilidad y reflexión,  mucho más auténtico que dejarse llevar por el impulso del momento.


viernes, 13 de enero de 2017

La palabra silenciosa


Son las 8.00 de la mañana. Hora punta en la ciudad.
 Me he levantado de buen humor y  como cada día, con la lista en la mano, me dispongo a salir de casa para realizar recados, compras, gestiones, papeleos…
Hoy tengo que ir lejos y necesito coger el coche. No me gusta conducir por la ciudad. Respiro profundamente, relajo los hombros, suelto las muñecas, abro la puerta y....¡allá  vamos¡ .
En el ascensor me doy cuenta que  no recuerdo dónde he dejado aparcado el coche la última vez que lo cogí. ¡Tengamos calma…¡, ¡piensa…!, ¡piensa…!, ¡Haz memoria…! ¿Cuándo lo cogiste por última vez...? Entre recordar y llegar hasta donde tengo “abandonado” mi SEAT 127 han pasado ya 10 minutos. ¡Uyuyuuuui!. Me digo. No empezamos bien el día.

  Observo la circulación y constato que ya  hay cierto movimiento en las calles secundarias.
Llego al coche… ¡me cachos en diez…!. ¡No han podido dejarlos más pegados! .  Apenas un palmo de separación entre cada uno de los otros dos coches. Cambio brusco de temperatura. Mi humor está comenzando a decaer como la bolsa de Tokio tras la fuga de “central nuclear”.
Tiro enfadada el bolso en el asiento trasero, el gorro, la bufanda, el abrigo… ¿¡qué no es para tanto!?... Mi 127 no tiene dirección asistida. La dirección asistida no existía cuando me compre este coche o, al mío al menos no le tocó…no vendría de serie.
Primer sofocón de la mañana y nadie cerca con quien pagarlo o desahogarme.
La salida a la avenida principal no tiene desperdicio: en el carril por el que me tengo que incorporar, hay un camión de repartos aparcado en doble fila y ni un alma en sus proximidades; en el otro…, miro con resignación hacia mi izquierda, no consigo ver el final de la cola.
Siento ese cosquilleo en el estómago, fruto de la impotencia, que precede al dolor de garganta, que a su vez precede al llanto, que a su vez…¡Tranquila…! me repito. Y trato de respirar en profundidad para serenarme.

Dice mi marido que siempre tengo una suerte garrafal porque, cuando todo parece confabularse para estropearme los planes, algo cambia de repente y vuelvo a estar donde al principio.
Yo no lo llamo suerte.Yo siempre digo que es un ángel, al menos hoy lo parecía, tenía cara de mujer y con esa cara y esa sonrisa no podía ser otra cosa más que un ángel. Además, los ángeles son seres de pocas palabras. ¿Verdad? No las necesitan. Su sola presencia ya lo dice todo y, si a eso le añadimos que te haga un gesto…ya está todo dicho.

Pues bien, mi ángel debía de haber estado allí desde que llegué, antes incluso de hacer el STOP porque, la cola no se había movido en todo el rato. Seguro que vio el cambio de humor en mi rostro y capto como un ave mi desesperación. Sólo cuando empezaron a moverse los vehículos, tomé conciencia  de su presencia. Estaba dentro de su coche blanco, sonriéndome y, en silencio. Con un gesto casi imperceptible de la mano y una ligera inclinación de cabeza me dijo: ¡ADELANTE!...

 Sin podérmelo creer, ¡un conductor que a primera hora de la mañana cuando más prisa y tráfico hay, cede el paso a otro vehículo...! vi cómo crecía el hueco delante de ella y se abría un espacio para mí.
¡Bendita palabra silenciosa que me dejó con los ojos como platos de sorpresa y agradecimiento!.

 Retomé mi primer buen humor de la mañana y decidí prestar atención a todas las personas con la que me fuera a cruzar durante el día por si en algún momento otro ángel   “me dijera  sin decir”…o ¡¡quizás me tocase a mí ser el ángel…!!!


sábado, 7 de enero de 2017

Frasquitos pequeños


Yo pertenezco a aquella época en la que la televisión sólo nos ofrecía dos canales: la primera y la segunda. No había mucho dónde elegir, hoy lo sé,  aunque para nosotros aquello era un mundo tan revolucionario como puede ser hoy para nuestros hijos y jóvenes el móvil, más si tenemos en cuenta que yo procedía del mundo rural  donde el tiempo y las incorporaciones modernas tienen, o al menos tenían entonces, un ritmo más lento.
 La televisión comenzaba a emitir entorno a las 6 de la tarde, no voy a entretenerme en contar qué se emitía porque de eso ya se ocupan programas de televisión  que lo hacen muy bien. A las 21:.30 más o menos y eso sí después de “El parte” aparecía aquella familia tan entrañable y querida la “Familia Telerín” que mirábamos pasar y escuchábamos cantar, con  deleite, aquella canción que nos invitaba a irnos a la cama a los más pequeños.  Allí empezaba, con su final, el tiempo del  remoloneo: había que pasar  inadvertido para los mayores, procurar no molestar para que a ninguno de ellos, cansado ya del día, se le ocurriera consultar su reloj y se diera cuenta de que los duendes aún andábamos por allí.
Conseguíamos así arañar unos minutos más al sueño, aunque nunca supe muy bien para qué y aún me lo pregunto… si acaso fuera por creernos o hacernos los mayores ¿quién sabe? … porque a los niños de hoy parece que les sigue pasando… Después, aparecían aquellos dos famosos rombos, inmisericordes, que nos enviaban derechitos y sin dilación a  la cama.
Pero aquel día algo cambió, algo pasó: no sé si crecieron los Telerín, si se borraron los rombos o el reloj se paró pero, el caso es que, nos dejaron quedar a… ¡¡ver una “peli “ ¡¡ . Como podéis suponer  aquello fue un acontecimiento de tal envergadura que no nos lo podíamos ni creer. Nos fuimos sentando  silenciosamente, sin molestar, acomodándonos lo mejor posible y siempre pendientes de no hacer nada que precipitara todo aquello a un  “ ! vamos, se acabó la historia. Todos a la cama! ”,  que acabara con todo nuestro gozo. (Tengo que deciros que nosotros fuimos una de esas familias supernumerosas que prácticamente hoy, han dejado de existir).
Sin palomitas, sin coca-cola ni pipas ni nada de nada… sólo la ilusión de poderte quedar con los mayores a ver “algo de mayores”.
¿Qué vimos aquel día tan fantástico?...Lo recuerdo perfectamente, nada más y nada menos que “Qué bello es vivir” de Frank Capra. Los más mayores se hicieron los fuertes, otros moquearon y algunos lloramos a lágrima y moco tendido.
Lo que más me impactó fue descubrir cómo los pequeños gestos de amabilidad, simpatía y generosidad del protagonista, que casi pasaron desapercibidos incluso para él mismo, habían conseguido dar un vuelco total y, para bien, en la vida de muchas personas de su entorno.

Aquel día y de aquella película aprendí que, las grandes lecciones no se dan ni en el colegio, ni en el instituto, ni siquiera en la universidad por más que se empeñen padres, políticos y maestros. Las grandes lecciones están escondidas en frasquitos pequeños de la vida cotidiana, que se pueden escapar entre los dedos, como el agua, si no prestamos atención.