martes, 19 de diciembre de 2017

Cuento de navidad: ¡No han venido!

Caían los primeros copos de nieve. El día anterior había anochecido oscuro pronosticando que, en cualquier momento,  comenzaría  a nevar. Se despertó sobresaltado como intuyendo que aquello por lo que había estado rezando la noche anterior no hubiera ocurrido. Miró por encima de las mantas y vio que su padre y su madre aún dormían en la cama de al lado. Debía de ser muy temprano. Apenas empezaba a clarear. Volvió tranquilo a meterse entre las cálidas mantas y retomó los rezos con los que se había quedado dormido por la noche. De repente se sobresaltó con el ruido del cacharreo en la estancia de al lado. Ya era mañana avanzada y su madre se afanaba en la cocina. El calor del fuego aún no había caldeado suficientemente la estancia y, sin salir de la cama, en una mezcla de nerviosismo y temor, más que preguntar, lanzó un grito: ¡¡¡Mamá ¿ha nevado?!!! Como si de una premonición se tratara, al mismo tiempo que su madre respondía y retiraba el ropón que hacía de puerta a la habitación, saltó de la cama en calzoncillos y descalzo y, sin dar tiempo a más, corrió hacia la puerta para ver el acontecimiento.

Allí se quedó contemplando el exterior, lo que sus “enclencles” piernas y el punzante frio le permitieron estar, habiendo desoído  las palabras de su madre para que se vistiera antes de salir. Cuando su escuálido cuerpo comenzó a tiritar se apresuró a la habitación en busca de los pantalones. Mientras, no dejaba de gritar y darle ordenes suplicantes a su madre: “¡mamá, prepárame el desayuno!, ¡búscame los guantes de la nieve! ¡Porfa! ¡… y las botas!, ¡… y la pala de papá!” Su madre hacía, callaba y sonreía interiormente. Creía adivinar sus pensamientos y entender el trajín que le movía por dentro: salir a jugar con la nieve y construir un muñeco  para que lo viera su padre cuando regresara de alimentar a los animales.

Pues ¡no!

Terminado de vestirse y desayunar, dedicó el resto de la mañana y parte de la tarde a quitar y retirar nieve de la entrada abriendo camino en dirección al pueblo. La cuadra quedaba hacia la izquierda y de momento, ése que él limpiaba, no era el camino que a ellos les interesaba. De cuando en cuando regresaba a la casa soplando y sacudiendo las manos para desprenderse del frio. Se sentaba en el pequeño taburete junto al fuego y allí permanecía unos minutos hasta que el frio y el dolor de las uñas desaparecían. Recuperada la temperatura corporal volvía pertinaz a reiniciar el trabajo. El oscurecer acabó con aquella frenética actividad. El tiempo que transcurrió hasta la hora de irse a la cama fue un ir y venir de la ventana al fuego y del fuego a la ventana con una notable inquietud.

Su madre observaba y le dejaba hacer. Allá arriba, sin televisor, sin vecinos… no había mucho más en qué entretenerse.

Durmió inquieto toda la noche. Sus padres le escucharon parlotear en varias ocasiones durante el sueño y tantas otras tuvieron que levantarse a arroparle porque sus continuos  movimientos arrojaban las mantas al suelo. El fuego de la cocina llevaba horas apagado y el calor de las dos pequeñas estancias, que componían toda la casa,  había ido remitiendo, indefenso, frente al frío y la nieve que se acumulaba en el exterior.

Se notaba ya el halo gélido previo al amanecer, cuando sus padres se levantaron sigilosos, salieron de la habitación y cada uno se dedicó a sus quehaceres rutinarios: él se fue  hasta la cuadra a ordeñar “la vaca pinta” y traer un poco de leche para el desayuno;  ella, encendió el fuego de la chimenea,  colocó en la trébede el puchero del café, para que se fuera haciendo, y dejó sobre la mesa un trapo viejo, largo y de color rojo.

De regreso el padre con la leche, no mediaron apenas palabras. Lo poco que tenían que hablar ya estaba hablado los días anteriores. Desayunaron en silencio. A la vez que posaba el tazón vacio sobre la mesa, cogió el trapo que su mujer le había dejado. - “Hazlo pronto para que no se te olvide” le recordó María. Ya en la puerta con el chambergo y las botas puestas y el gorro arrebujado  en la mano…  casi ordenó más que decir: - ¡mándamelo en cuanto haya desayunado!

Y despertó. Aún era temprano pero se levantó sin dar tiempo siquiera a que la lumbre terminara de caldear la cocina. Y se repitió la escena del día anterior: descalzo y en calzoncillos… un vistazo rápido a la cocina… y derecho a abrir la puerta. ¡¡Nieve!!, ¡¡todo lleno de nieve!! El trabajo del día anterior... ¡para nada! Y sus rezos… ¡para nada tampoco! ¿Fueron lágrimas o era escarcha lo que había en sus mejillas cuando cerró la puerta y volvió a la cocina? Lo que sea que fuera se lo quitó de un par de manotadas para que su madre no lo viera y, decepcionado, corrió a la habitación a ponerse la ropa.

-          - No han venido, Mamá.
-         -  ¿A quienes esperabas?
-         - ¡A los reyes magos! En la escuela me dijeron que vendrían pero, ha nevado tanto que, seguro que no han podido llegar.
-          - Estamos muy lejos del pueblo y hasta aquí no llegan las máquinas quitanieves.

Ahora entendía sus afanes. El carácter duro y contenido de la montaña apenas dejó escapar  de aquellas dulces manos una caricia que se posó sonriente en su cabeza. Él, pese a su corta edad, ya estaba entrenado en captar y entender estas contenciones afectivas y supo interpretar el cariño. Mantuvo a raya lágrimas y decepción y se sentó, tranquilamente, a tomar el desayuno que ya tenía puesto en la mesa.

-         -  Tu padre ha dicho que cuando termines de desayunar vayas a ayudarle en la cuadra.

No respondió. Asintió con la cabeza y se llevo la escudilla a la boca. El olor, el sabor y el calor de la leche recién ordeñada le reconfortó. Sabían a hogar. Terminado el desayuno y sin decir más, se abrigó para ir a la cuadra. Su madre se quedó unos minutos mirándole marchar con una sonrisa contenida en los labios. Manuel descubrió las grandes huellas de su padre en la nieve abriéndole camino y, como si de un juego se tratase, fue saltando de una a otra hasta llegar a la portalada. Aquel,  le observaba en la distancia silencioso. A su modo, sonreía, y esperó paciente a que llegara.

-          - ¿Desayunaste bien?

Manuel no respondió. Asintió con la cabeza como solía hacer y se le quedó mirando con la admiración que siempre le producía  su gran tamaño y su fuerza. De mayor quería ser como él.

-       - Como ha nevado tanto y no pueden salir, tenemos que echarle de comer a las gallinas. Vete al cobertizo, coge el cesto grande y tráemelo.

Salió corriendo como una flecha, contento de poder ayudar a su padre. Le veía tan poco y era tan feliz con él que, ya había olvidado la decepción del despertar. Su madre no dejaba que le acompañase cuando iba al monte a por leña o a buscar el ganado. Decía que era demasiado pequeño aún. Cuando regresaba por las noches estaba muy cansado y él, la mayor parte de veces, ya estaba dormido. Si su padre le pedía ayuda… ¡a lo mejor es que ya no era tan pequeño!

Entró en el cobertizo dando un portazo de la emoción y por poco se cae al suelo al tropezarse precisamente con el cesto que su padre le había pedido. Alguien lo había dejado allí como a propósito. Para que lo encontrara rápido. Boca abajo… como haciéndose el despistado. Sin dudarlo lo cogió por un lateral dispuesto a salir pitando, como había llegado, pero… “¡¡¡Yaaaa!!! ¡Si que han venido!” ¡papá! ¡papá! ¡ papá!...No paraba de llamar a su padre gritando mientras se agachaba para recoger aquel pequeño cachorrito todo enredado en un enorme trapo rojo que quiso ser lazo.

Salió del cobertizo, volviendo a dejar allí tirado el viejo cesto del pienso, con los ojos inundados  de lágrimas por la emoción y el cachorrito acurrucado en su regazo.

Desde el cobertizo, su padre, y allá tras los cristales de la cocina, su madre, volvían a hacer  un ejercicio de emoción contenida frente a la felicidad del retoño.


viernes, 8 de diciembre de 2017

Una pildorita

A veces ocurre que, ciertas  cosas, sonidos… sólo son tolerables dentro  de un contexto; es más son tan habituales que dejan de ser lo que son y pasan a formar parte del ambiente como lo es el propio aire: no lo vemos, pero es obvio que está, puesto que seguimos respirando. Me refiero a los sonidos de fondo que pueblan nuestros recuerdos, esas bandas sonoras propias de cada hogar, que instintivamente reconocemos y  que, desde ese instinto casi inconsciente y primario, sosiegan nuestro ánimo o nos avisan de lo que va a acontecer… 

En mi casa pasamos del runrun de la radio con su “aquí radio Andorra” que anunciaba la hora de levantarse, o la lacrimógena novela radiofónica de “Simplemente María” que escuchaba mi madre y preconizaban la hora de merienda… a ese soniquete continuo e ininterrumpido de multitud de canales con los que nos apabulla hoy la televisión. 

A ella, a mi madre, le costó hacerse a este invento de la tele. Pero con los años, el uso, la pérdida del miedo a lo novedoso del asunto y el continuo incremento del número de canales y programaciones, fueron haciendo de este electrodoméstico el eje vertebrador de la familia: Se le destinó un lugar privilegiado en la cocina primero y después también en el salón. Un lugar desde el que poder ser visto pero al resguardo de cualquier peligro. 

A las horas claves, la melodía propia de cada programa televisivo,  nos convocaba en torno a él para ver nuestras series y documentales favoritos. Íbamos saliendo de nuestros cubículos mientras la sucesión de notas nos iba aposentando en nuestros sitios respectivos. Curiosamente, en aquellos primeros años todos coincidíamos en gusto (o quizás porque no había más). Nadie se perdía “el tíu y la tierra” (El hombre y la tierra) como decía mi madre o el “Un, dos, tres” por poner algunos ejemplos.

Lo cierto es que pasando, pasando los años, muchos años… el televisor y su soniquete se convirtió para mis padres, y ya para todos, en algo imprescindible, una mascota o algo parecido. Nada más levantarse, como si de un animalillo se tratase, un gato o un perro a los que hay que alimentar, y por pura rutina,  le daban a la corriente y el aparato comenzaba a emitir un sinfín, sonoro y absurdo, mientras ellos se dedicaban a sus tareas. Y el hombre de la tele estaba “charla que te charla”, todo el día, para no tener apenas ningún espectador. Generando ambiente… y quizás, dejando en el aire algún comprimido indeseado.

Para mi madre dejó de ser un electrodoméstico más y pasó a ser “un miembro de la familia” ¡por favor!...”Un sustituto de” : “¡la tele ni se toca!, que te crees, me hace compañía…” me dijo, cuando cansada de tanto ruido, le pedí que la apagase. Con los años, también, el volumen del aparato había ido subiendo en la medida inversa en que sus oídos iban decayendo. Ni qué decir tiene que, mi madre especialmente, se sentía muy orgullosa de, entre otros, tener por amigo a Joaquín Prat “a quien veía casi a diario”…

Bueno, a lo que iba: el runrun de fondo de la tele encendida, que nadie estaba viendo ni escuchando…, era una de esas “bandas sonoras” de mi familia: no la oyes  pero sabes que está. Y, de alguna manera, iba marcando  el ritmo de la cotidianidad: “¡Ahí va pero si es Arguiñano y aún no he puesto la mesa!”; y el paso de los años: “…en cuanto acabe el discurso del rey…cenamos”…

Recientemente he vuelto con mis hijos a pasar unos días a la casa de mi infancia. En nuestra casa, no es habitual tener encendido el televisor pero, no sé porqué, el primer día que amanecí allí, nada más levantarme, en un acto reflejo e inconsciente, encendí el aparato y comencé a trastear por la cocina ajena a todo el ruido que salía de la caja tonta. Tranquila, sosegada… como si fuera mi madre y la historia se repitiese.

Y en ese trastear sin escuchar, con la mente ahora atenta en el cuchillo y la patata que estaba pelando, una neurona, suelta y despistada, vino a captar, en el sonido de fondo,  una frasecita de un anuncio que casi consiguió que me llevara por delante la punta del dedo gordo: “QUERER más es lo que nos hace humanos”… ¡No, no, no! No se vayan a pensar ustedes que este “querer” era el que hace referencia al amor entre personas que, efectivamente, nos haría más humanos ¡qué más quisiéramos! No era ahí donde los hábiles publicistas querían poner el énfasis del eslogan si no en el ¡MÁS! ¡MÁS! ¡MÁS!...Y  no cabe la menor duda que eso es lo que subyace en nuestra actual cultura: el ansia de tener…

Estamos asistiendo a la crianza de unas generaciones insaciables y acríticas pervertidas primero por una inocente mascota que se coló hace tiempo en nuestras cocinas iniciando, con su ingenuo runrun, el lento pero eficaz lavado de cerebro de varias generaciones… la mía incluida y la primera… hasta los más novedosos cachivaches electrónicos.

¡Qué triste!...el ser humano reducido, sin darnos cuenta,  al tener…

Después de que aquella frasecita, se colara en mi cerebro, me dio miedo sestear durante el telediario, como vengo haciéndolo normalmente,  por temor a que una pildorita “de esas”, envuelta en hábiles notas musicales, se le colara a la neurona vigía y al despertar… lo hiciera deseando compulsivamente… ¡vete tú a saber qué!