sábado, 25 de noviembre de 2017

Gran evento

¡No me lo podía creer!  Aquello, podríamos decir, era para nosotros el acontecimiento por excelencia de la década. ¡Qué década! Una década y un lustro por lo menos. Me sentía nerviosa y emocionada. Pasé la tarde arreglándome y componiéndome como si fuera una adolescente preparándose para su primera cita. Miraba a cada poco el reloj comprobando el tiempo que me restaba para terminar de componerme y acudir al tan deseado evento y, me daba la impresión que, por primera vez en muchos años, Cronos se había olvidado de nosotros: no se oía su latido y las agujas andaban lentas y perezosas.

Hacía tanto tiempo que no hacíamos una salida solos, sin llevar colgados a ambos lados a nuestros hijos, unas veces bailoteando y otras protestando, que casi había olvidado todo el ritual que conlleva  arreglarse a uno mismo. No estar pensando  en botellines de agua, toallitas húmedas o pañuelos para los mocos…  sacar, tranquilamente, aquellos vestiditos  tan monos y elegantes  olvidados en el fondo del armario,  esperando tiempos mejores cuando, un chicle o una piruleta, no fuesen una continua amenaza para la fina seda, me parecía toda una hazaña. ¡Prepararse para un evento…! y  además… ¡para adultos…! nada de gatos parlantes, objetos animados y voces chillonas.

Parecíamos dos pincelillos recién sacados de su envase. Era una única sesión de tarde/noche… a la que van los mayores y “la buena gente”, para luego completar la velada con una cena que, ese día, prometía romántica. Ya… según nos íbamos aproximando al teatro, viendo el fluir de gente que caminaba presurosa en la misma dirección que nosotros, comencé a pensar que… desentonábamos un pelín. Una vez que llegamos a las puertas comprobé que, no era sólo nuestro atuendo el que andaba desfasado… allí abundaban tantas palomitas, gusanitos, gominolas y coca-colas… como en una sesión de cine infantil en hora punta. No me dejé llevar por la desolación y apelé a la tranquilidad confiando en el  buen criterio de la madurez.

Buscamos nuestras butacas y nos sentamos a esperar pacientemente que pasaran esos minutos que restaban hasta el inicio de la obra. En el teatro se observaba el ambiente de emoción  y nerviosismo propio de un estreno… o al menos a mí eso me quiso parecer: “ires y venires”, colocación de ropas de abrigo, personas que no encuentra su sillón, otras que se han equivocado… nada muy diferente que no recordara de otros tiempo… salvo el avituallamiento.

…. Hasta que se abrió el telón!...

Apenas llevábamos unos minutos de obra, esos que son necesarios para terminar de acomodarte buscando tu ángulo cómodo de visión, con un ligero murmullo… cuando empezaron a oírse por delante, por detrás, a los lados… ruiditos de bolsas… Y a mi nariz comenzó a llegarle, además del aroma de las palomitas, el inconfundible olor del ketchup y el queso parmesano… Miro atónita a todos los lados  , sin ver nada obviamente porque las luces estaban apagadas, molesta de percibir todas esas sensaciones que me impedían centrarme en los diálogos de la obra y buscando, supongo, de alguna manera, la mirada cómplice de algún otro espectador que se encontrase en mi misma situación… La única respuesta que recibo, como si de un escupitajo en el ojo se tratase es un “clok…chiiiiiisf” de una lata de coca-cola, cerveza o vaya usted a saber qué…

No pude dejar de sentirme inquieta e irritada pero, no tanto por las horas que había pasado componiéndome para estar presentable y un poco elegante, como por esa sensación de seguir estando en un cine lleno de niños y adolescentes ruidosos e irreverentes que confunden un espacio público con el salón de su casa y a quienes sólo les falta colocar los pies sobre el sillón de enfrente y tirarse un eructo o un par de pedos…

Procuro serenarme para que, “estas pequeñeces” de modernidad, no den al traste con la noche soñada haciendo un ejercicio de obstrucción del sentido del olfato y semi-oclusión del oído periférico. Sobrevivo, no sin cierto disgusto,  hasta el final de la obra. Vienen los aplausos, saludos, reverencias de los actores y el revuelo general por abandonar la sala.

Decidimos permanecer sentados unos minutos más para librarnos de empujones y pisotones y evitar un embotellamiento en las salidas para… ¡para ver en su plenitud cómo había quedado la sala…!. Mi ojo inquisitivo de ama de casa, entrenado a percibir pequeños desordenes y suciedades, se salió de sus órbitas al contemplar tanta marranería: por encima, por debajo… latas de bebidas, bolsas de chuches, cartones de palomitas, vasos de plástico… olvidados a propósito o sin recoger porque “…como nadie lo hace…”. En las puertas unas grandes papeleras, que casi nadie utilizaba, morían de inanición.

¿Quién ha pasado por el teatro? ¿El hombre super-culto y mega-informado del siglo XXI con su modernísima tecnología o una piara de gorrinos?


La próxima vez, casi mejor,  en la televisión, con el pijama y las zapatillas… y en el salón de mi casa.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Adverseando

A veces ocurre que ves a una persona fuera de su entorno de trabajo habitual, se ha cambiado el atuendo, como es lógico;  ha dejado los objetos y herramientas que le relacionan con su profesión, ya que nadie se los lleva colgados de la solapa todo el día, claro está, ni se ponen un cartel donde diga “soy la persona que te pone gasolina”; te la encuentras paseando por los jardines principales de tu ciudad y,… te cuesta reconocerla.

El rostro te suena familiar y la buena educación te dice que seas cortés y saludes como si la conocieras y realmente te acordaras de ella cuando, en ese momento, no tienes ni la más remota idea de quién es. La mente, como un viejo ordenador renqueante, se vuelve loca buscando en el disco duro la imagen primigenia y contextualizada  que relacione el “aquí y el allí” tratando de poner nombre al rostro… mientras te vas diciendo: ¿De qué le conozco? ¿De qué, de qué? ¿Dónde la he visto? Pudiendo pasarse, en esta tarea de relectura de recuerdos e imágenes, un rato largo, incluso días hasta logar visualizar y superponer las dos imágenes. ¡Eureka¡ ¡Pero si es …!

Sin embargo, no me ha pasado nunca con este hombre.

No sé cómo se llama. Le llevo viendo más de veinte años casi a diario. Siempre está solo y nunca le he visto hablar con nadie. Alguna vez le he dicho  “buenos días”, en un intento de decirle simplemente: te veo, valoro tu trabajo, lo respeto y te lo agradezco. Pero, estaba tan concentrado en su tarea, que creo que no me oyó porque, ninguna de las veces, obtuve respuesta.

No sé dónde vive. Estoy segura de que en algún lugar tiene una casa a donde va cuando acaba su jornada laboral pero… ¿dónde está? ¿Tiene mujer? ¿Tiene hijos? Sólo sé que trabaja en mi barrio y que, antes del amanecer, ya está en su puesto en trabajo. No me le he encontrado nunca en ningún otro lugar que  no sea aquí o, si le he visto, sin el uniforme y sin los accesorios y herramientas laborales, no le he reconocido.
Y para mí es todo un misterio. He visto, a lo largo de los años, cómo su pelo iba pasando suavemente del negro al perlado blanco, cómo su espalda con el tiempo y el trabajo se corvaba ligeramente… es  ¡¡¡El barrendero de mi barrio!!!…

Dos cosas me han llevado a dedicarle hoy unas líneas. La primera es que su trabajo puede ser tan alienante como el mío de ama de casa, y el de otras muchas profesiones. Si no le ponemos un poquito de salsa… y amor: nuestros trabajos  consisten en hacer para que otros deshagan. Un trabajo efímero y rutinario. Pero necesario. Al igual que el mito de Sísifo: conseguir subir con gran esfuerzo la roca a la cima de la montaña para verla rodar nuevamente hasta la falda y… tener que volver a subirla otra vez en un bucle sin fin.
Y la otra… ¡mmm el dichoso lenguaje!... ¿o la soberbia profesional?...

No sé si esta vez fue en la frutería o en la pescadería. Esperaba mi turno y, aunque parecía absorta con el móvil, observaba  la impaciencia de algunos clientes en su quietud tensa y las miradas furtivas al reloj. Todos estaban pendientes de la pantalla donde aparecía el número de turno ajenos  al entorno…  pero, allí estaba yo, a la caza de un nuevo relato…

Y le tocó el turno a aquel joven tan apuesto y guapo que había mantenido todo el tiempo una postura elegante y estirada siendo imposible no reparar en él. El momento de exclusividad, que le aportó la atención del dueño de la tienda, le soltó la espita del desahogo, como si el mostrador fuera un confesionario y el tendero un cura dispuesto a escuchar todas sus penalidades: “… y llevo un año en el paro. Estoy desesperado. Lo único que quiero es un trabajo… AUNQUE sea de barrendero”. ¡…AUNQUE…!
Entiendo la desesperación, el sufrimiento por la falta de trabajo pero el “¡AUNQUE!”… La palabra chirrió en mi interior como un resorte oxidado. Levanté la cabeza con indignación y desaprobación y me encontré con otras miradas tan contenidas y enfadadas como la mía. ¡No insulte usted jovenzuelo!

AUNQUE es una palabra (conjunción adversativa) que nos avisa de que aquello que la sigue… no es bueno, no nos gusta, no nos agrada… Con esa palabra añadida “AUNQUE” usted está denigrando a todo un gremio que se esfuerza silenciosamente para que el resto de ciudadanos estemos cómodos y sanos. Y, si por un casual piensa que es un puesto al que puede acceder cualquiera, pruebe a opositar para llegar hasta él y, si llega el caso… ¿sería capaz de soportar el estrés de la rutina, de las miradas de quienes como usted piensan que son seres inferiores que no saben ni pueden hacer otra cosa….? .

¿Acaso se considera con más dignidad que el resto de los humanos?... ¿o piensa que hay profesiones de primera y de segunda? No nos equivoquemos, no es la profesión la que dignifica al ser humano si no todo lo contrario.

Un poco de respeto y un poco de cuidado con el lenguaje  porque, estoy segura que, en el ánimo de aquel joven, no hubo intención de ofender AUNQUE hay que reconocer que, el de barrendero, se ha convertido en los últimos tiempos en un empleo muy ambicionado.


(Al barrendero de mi barrio y a mi amigo Jesús)

sábado, 11 de noviembre de 2017

Resumen sin residuos

No sé qué habrán hecho el resto personas pero yo, me he leído una sola vez el texto de la Constitución, en mi época de estudiante por obligación, y me pareció un tostón. Habitualmente nunca leo las publicaciones de leyes, decretos y enmiendas que hace el gobierno y, cuando he leído alguna lo he hecho por pura necesidad. Siempre me han parecido un “tubazo” y he tenido que hacer auténticos esfuerzos por fijar la atención y entender lo que allí se decía con un lenguaje lento, espeso y pesado.

He preferido, sobre todo por pereza y desidia, esperar a que otros se lo leyeran (llamémoslos partidos de la oposición, sindicatos, asociaciones… etc) y escuchar o leer sus resúmenes y opiniones en los medios de comunicación. Por contraste y dierencias entre todos ellos, siempre más vivos y apetecibles que los textos originales, me he ido fraguando una idea aproximada de lo que se busca y se pretende con cada uno de ellos. Craso error lo sé. Lo que nos llega, tanto de unos como de otro,s ya viene muy contaminado, y las ideas que nos hacemos, me hago, en este caso,  pueden ser… totalmente erróneas.

Por si fuera poco, todos ellos disponen de asesores que les ayudan a enmascarar el asunto que se trate y darle la tintura que más les conviene. Por lo que de lo que oímos a lo que es… puede mediar un trecho bastante grande. Utilizan el lenguaje, lo tuercen y retuercen, ponen nobles nombres a grandes mentiras… y nosotros nos lo vamos creyendo a base de bonitos titulares.

Uno de esos hermosos nombres, que a mí me llegó como algo magnífico, fue “conciliación de vida laboral y familiar”. Había pasado por aquello de: levantarse temprano, vestir a los niños, adecentar la casa, llevarlos a la guardería, ir al trabajo, la compra… todo el día corriendo de aquí para allá en un sin vivir por cuatro perras y, lo que es peor, sin disfrutar ni ver crecer a mis hijos. Aquello sonaba muy requeté bien. Aunque yo para entonces ya no trabajaba, sonó en mis oídos como la mejor de las sinfonías. Me alegré infinito.

 Sentí que, con aquello, se comenzaba a valorar no sólo la incorporación de la mujer al mundo laboral y la adquisición del puesto que por derecho nos correspondía como personas, sino también, el reconocimiento de  lo que de trabajo supone la atención a la familia y el cuidado del  hogar que, prácticamente desde siempre, ha recaído sobre nosotras y sin ningún tipo de  reconocimiento ni económico ni social. Porque, claro, ¿cuándo había surgido la necesidad de elaborar una ley que conciliara ambos ámbitos? Cuando nosotras, las mujeres, decidimos mayoritariamente dejar de pasar el día entero “atendiendo los fogones” y salir del hogar a demostrar lo que nosotras ya sabíamos: Que tenemos muchas otras capacidades y cualidades.

Y entonces… surgió el problema.

Para dar respuesta a unas nuevas necesidades y acallar las voces que se comenzaban  a levantar se inventaron este nombre: “conciliación vida familiar y laboral”…pero, resulta que, si rascas, te vas a la fuente y lees la ley… es un engaño. El más beneficiado sigue siendo el empresario porque, lo único que se hace es merodear entorno a unos derechos fundamentales a los que han colocado unas plumas de pavo real, para que parezcan más humanos, y lo que hacen en el fondo es dotar de una serie de recursos para que los hijos están más tiempo recogidos fuera del ámbito familiar mientras sus padres/madres siguen trabajando sus eternas jornadas habituales.

Otra vez la casa y la familia se han vuelto a quedar en segundo plano obviando lo que de base sustentante para la sociedad tiene esta minúscula célula.

¡Cómo nos engañan! Sí, es responsabilidad nuestra mantenernos informados cierto. Pero, tener que mantenerte al día en toda la legislación que se publica… ¿Hay alguien, incluidos profesionales de cada sector, que pueda hacerlo? En casa, como ya hemos dicho, se necesita saber de muchas profesiones y, como no se puede llegar a todo, en democracia se delega…  y confiamos…


Mi tiempo libre como ama de casa apenas da para ver un telediario al día, escribir estas líneas semanales, ojear la prensa los fines de semana, leer algo de literatura durante el verano… y salir a caminar, si se puede, una hora tres días a la semana. ¿Estudiar leyes…? Por favor… hazme un resumen sin residuos.

sábado, 4 de noviembre de 2017

...A fuego lento

En mi pueblo hay un gran nogal pegando a la iglesia en un terreno… digamos que de nadie o quizás de todos. Cuando llega el otoño, el magnífico árbol comienza a despertar la codicia de los vecinos, la mía también, que con mayor o menor descaro nos acercamos a él con palos y varas de diferentes longitudes y lo golpeamos para arrancarle los deliciosos frutos. El destrozo de ramas y hojas que  producimos es bien visible, aunque lo hayamos hecho a escondidas… Pero, hay una vecina que no lo hace y, cuando ve los restos de la batalla, siempre comenta apesadumbrada: “¿por qué generar este destrozo si el árbol te da generosamente las nueces cuando llega el momento?”. Y es tan cierto como que el sol sale cada día. ¡Y además están limpias! Si las coges cuando él te las da… no te manchas de nogalina.

Pero, vivimos tan deprisa que, esperar el momento de maduración de los procesos naturales, nos resulta desquiciante…  hacemos lo imposible por adelantar acontecimientos en un afán de… ¿ser los primeros?, ¿distinguirnos del resto?, ¿ser los mejores?... ¡quién sabe para qué! Quemando etapas generamos destrozos que pueden llegar a ser irreparables. La naturaleza tiene sus ritmos, ni todos los frutales maduran en la misma época ni los frutos de un mismo árbol lo hacen en la misma fecha. Tratar de poner otros ritmos es  tan absurdo como absurdo es engañarnos a nosotros mismos en un afán desmedido  por ser igual a los demás… ¿iguales a quién?... todos somos diferentes… y hacer las cosas en los tiempos que se marcan… ¿Qué marca quién?

Las amas de casa, hace tiempo que sabemos que, los productos de la huerta más sabrosos son los de temporada, que han crecido y madurado lentamente al sol, lo mismo que las carnes y pescados… que han crecido en sus hábitats naturales o semi-naturales sin engordes artificiales. Y, si nuestro bolsillo lo permite, siempre nos inclinamos por estos alimentos. Es curioso que seamos tan exigentes con aquello que nos llevamos a la boca y luego permitamos que se aceleren los ritmos de crecimiento y maduración de nuestros hijos… en aras del progreso. Y lo vemos tan natural… es más, lo permitimos y lo fomentamos.

Sabemos por estudios y estadísticas cuándo debe un niño arrancar a andar, cuándo comenzar a hablar… Se marca por ley el momento en el que tiene que haber aprendido a hacer pis y caca, cuándo iniciarse en la lectura… Continuamente estamos comparando a nuestros hijos desde que nacen con unos percentiles de crecimiento y peso…, con unos determinados objetivos y contenidos en el plano educativo, también generales y mayoritarios… y forzamos para que se cumplan las expectativas en las que encaja la mayoría y, si puede ser,… superarlas. Hay que ajustarse y medir desde lo establecido.

Hemos alejado mucho a nuestros hijos de sus procesos naturales de crecimiento y maduración. Se nos ha olvidado que estos “arbolitos” ni nacen todos en la misma estación, ni están sembrados en la misma tierra, ni les da el sol de la misma manera… son árboles de floración indeterminada. Lo mismo brotan en primavera que en otoño y sus frutos bien pueden ser recogidos a pleno sol o bajo las peores inclemencias temporales.
¿No os parece que todo esto que estamos haciendo: estimulación temprana, clases y actividades extraescolares, superación de objetivos y contenidos… se parece mucho a lo de apalear el nogal para ser los primeros en coger los frutos aunque estén verdes y aún conserven la vaina de nogalina? No sé si somos conscientes de que las frutas cogidas a destiempo maduran con mayor dificultad, pierden sabor… y muchas se estropean.

Nuestros hijos reparten su tiempo diario entre las clases del colegio, las actividades extraescolares, los deberes… y las carreras para estar listos con la equipación y el material adecuado para cada  actividad  y… ¡llegar a tiempo a todas ellas! Los llevamos de un lado a otro en volandas y como niños… se dejan hacer y llevar. Igual que el nogal… no puede hacer otra cosa que dejarse hacer. Pero, el ritmo de cada uno es el que es… y podemos vapulear al niño, exponerle a toda clase de estímulos… que él madurará cuando esté listo para hacerlo.

El ansia de “llegar” nos hace perder de vista la singularidad de cada niño y persona y vivir como fracasos procesos naturales que, lo único que requieren es, sencillamente, un poquito de tiempo más de cocción. ¡Una persona se hace A  FUEGO LENTO!