Finales
de noviembre. Ocho y cuarto de la mañana. Confiaba en que el frío hubiera llamado a la pereza y encontrar la sala de
espera más descongestionada. No puedo ocultar mi decepción al ver todos los asientos ocupados. Sólo
quedan libres los dos de la entrada. Justo donde me encuentro. Hice bien en
traer el ebook para distraerme. Tendré un largo rato de espera.
Pido
la vez. Un hombre de unos cuarenta años, muy repeinado, con traje, y me imagino
oliendo a colonia, levanta la mano. Con mucha parsimonia comienzo a acomodarme
y despojarme de las prendas de abrigo. Allí dentro el calor es sofocante:
guantes, gorro, abrigo… todo bien colocado en el regazo, para que no se caiga. No
hay más sitio. ¿El bolso? En la cima del montón (así puedo sacar el ebook y
guardarlo rápidamente cuando me toque el turno). Una conocida, que seguro
habría estado observando mi “tejemaneje”, me saluda desde el extremo opuesto de
la sala. Respondo al saludo con un movimiento de cabeza y una sonrisa ¡las manos las tengo ocupadas sujetando el
montón!
¡Ya!
Me siento con el ebook en la mano y, antes de iniciar la lectura, con la mirada
periférica, hago un recorrido rápido
sobre las personas que me preceden: la mamá con el bebé, el padre con el
niño, las dos señoras con ropa deportiva, el jovencito que moquea, la conocida,
el señor del traje, dos ancianos…
Calculo el tiempo aproximado de espera: mínimo una hora y eso, si no surge
alguna urgencia o imprevisto ¡nunca se sabe!
La
pareja de ancianos y el señor del traje se encuentran justo delante de mí.
Observo que mantienen una charla confidencial y sigilosa. Entre ellos hay algún
tipo de relación porque, en un momento el señor trajeado posa su mano sobre la de ella. Interpreto que es un gesto de cariño tranquilizador.
Ella, a su vez, se gira ligeramente y coloca su mano derecha sobre la del
anciano. Hay complicidad entre ellos. Me enternece la imagen ¿a quién no? : un
hijo que acompaña a sus padres ancianos al médico…
Me
enfrasco en la lectura y por un rato ni veo ni oigo. Finalizado el capítulo,
relajo la vista volviendo a hacer un barrido rápido sobre el resto de
pacientes. Falta una de las señoras de chándal; los abuelitos y su hijo siguen
con sus confidencias; el chico “moqueante” pide un pañuelo… y aparecen siete.
Sigo con la lectura para no perder hilo. En un momento dado, lo allí escrito,
llama especialmente mi atención y levanto la vista inconscientemente pero
metida hacia dentro en mis pensamiento. ¡Esta era la señal! La señal que
esperaba “el hijo trajeado” para verificar que no interrumpía mi lectura. – “¡Perdone!”
Llamó mi atención bajito y educadamente. – “Quería decirle que ya no va usted
detrás de mí.” Puse cara de poker… (¿será que se va?) – “Es que ahora va usted
detrás de estos señores” (señaló a los ancianos). Luego… ¡no eran sus padres! –
“Es que, me han cambiado el puesto”.
Entonces… ¡¡¡era eso!!!
La
anciana, con el gesto de la bondad tatuado en su cara, se adelantó a mi
estupor… ¿en su defensa? ¿Justificación…?
– “Es que tiene que ir a trabajar y va a llegar muy tarde.” ¿Trabajar…?
¿Llegar tarde…?
Algo
distorsionó mi estado mental y ya no fui capaz de retomar la lectura.
Yo
creo que en el fondo, ¡viva mi cinismo! , me sentí molesta porque aquello no acortaba el tiempo
de espera y además desbarataba mi intuitiva predicción primera, de la que
siempre me he sentido tan orgullosa: ¡haber visto ternura donde sólo había interés! ¡¡¡Cómo pude
estar tan ciega!!! ¡¡¡¡Sólo era un jeta más, aprovechándose de la bondad!!!