viernes, 19 de enero de 2018

Tickets para todo


Acabo de llegar a casa y nada más entrar he ido derechita al espejo del cuarto de baño. Sólo quería comprobar si llevo algún cartel en la frente donde ponga escrito algo que diga más o menos así: Esta mujer es tonta y capaz de soportarlo todo. Y es que, algunas personas, parece que tenemos un imán especial para atraer la adversidad, la mala suerte o a los gilipollas.

Hacía años que no pasaba por el INSS. En ese tiempo, las oficinas de mi ciudad, han cambiado de lugar y,  en la actualidad, ocupan un nuevo edificio mucho más luminoso y espacioso que el anterior, en un entorno también mucho más grato. Las buenas sensaciones que me produjo su vista se sumaron al buen ánimo que me había producido el cafetito del desayuno y el paseíllo de media hora que me  llevó ir de mi casa hasta allí.
La entrada… espectacular: puertas con sensores de movimiento que, al abrirse a tu paso, te hacen sentir un poco especial y, junto al buen humor… la sensación se agranda. Un guardia de seguridad que amablemente y de forma personal e individual nos invita a cada usuario a poner el bolso y otros objetos personales llaves, teléfono móviles, etc. en una cajita sobre la “cinta de detección de metales”. ¡Impresionada por tanta amabilidad y con ese dispositivo de seguridad para una ciudad tan pequeña…!

Un paso adelante y… ¿y ahora por dónde? Un pasillo lleno de mesas numeradas con sus respectivos funcionarios concentrados en sus tareas a mí derecha. La misma imagen a la izquierda y, por detrás, se intuye otro pasillo de las mismas características. Un mostrador da acceso al pasillo derecho. Tras él, se deja ver la cabeza de un funcionario que, más parece la de un “bulldog” cabreado. Observo y espero a ver qué pasa con las personas que me preceden… Dos ladridos y una dentellada lanzados al aire me previenen de lo que puede pasar. Por suerte el mostrador lo mantiene en su sitio.

 Es mi turno. Procuro evitar el error cometido por mis predecesores pero… siempre hay nuevos errores que cometer: “¿Es que usted no sabe leer o qué?”. Ladró el señor funcionario. Sobrecogida por el aullido de la autoridad, me excusé argumentando que la máquina expendedora  de tickets no contenía entre sus opciones la demanda que  me había llevado hasta allí por lo que, había pulsado  la tecla que por contenido más se aproximaba a mi necesidad. El hombre masculló un gruñido que no entendí y con agresivas formas me hizo entender que el asunto que allí me había llevado se resolvía en el pasillo “semioculto” a mi espalda. Me dirigí hacia allí y él  se quedó babeando palabrejas para el cuello de su camisa.

Hagamos un paréntesis reflexivo a la narración: Eran las nueve y diez de la mañana. Hacía apenas cinco minutos que las oficinas se habían abierto al público. Fui la segunda en acceder al mostrador para solicitar información… ¿tan cansado estaba ya el señor funcionario como para tratarnos de aquello guisa? Cuando se hacen exámenes para acceder a estos puesto de trabajo ¿se tienen en cuenta la educación no académica, el respeto y las buenas maneras de los candidatos? Me pregunto: ¿Cuánto tiempo duraría este buen hombre en su puesto de trabajo si en vez de trabajar para la administración lo hiciera para el sector privado?

Volviendo a lo nuestro. Entré en el pasillo que me había indicado para volver a enfrentarme a otro mostrador con otro funcionario. Este, un poco más amable y con mejor café que el anterior, me confirmó que, efectivamente,  mi gestión sí se realizaba en aquel pasillo pero… para hacerla… HABÍA QUE PEDIR CITA PREVIA. Cabreo y contrariedad servidos en menos de diez minutos. ¿Qué hacer? Pues nada. Con la administración hemos topado y, aquí, el buen funcionario, consciente de mi contrariedad, no pudo hacer más que encogerse de hombros, y yo, me quedé con mi disgusto y sin poder rechistar porque, su educación y talante, que sí dependían de él, fueron los correctos.

Acepté resignadamente “la cita previa” y regresé dos días después a las nueve menos diez, unos minutos antes de la hora de citación. A las puertas de acceso de las oficinas, se había concentrado un número considerable de personas pero, no me inquietó en absoluto puesto que tenía reservada la hora… ¿reservada la hora…?. ¡Qué ingenua!

Entré con decisión repitiendo las mismas medidas de seguridad del día anterior y me dirigí directamente, esta vez sin mirar siquiera al bulldog de la derecha, hacia el pasillo donde ya sabía que me atenderían. Me senté en la sala de espera que me correspondía, saqué el librillo que siempre llevo para hacer más llevaderas las esperas y, antes de abrirlo, una mujer con una sonrisa indefinida, llamó mi atención: “Perdone señora. ¿Tiene usted cita previa?”. Sin ninguna intención de moverme ni abandonar la tarea para la que me estaba disponiendo, le confirmé lo que me preguntaba. Con la misma sonrisa y sin mover un ápice el rostro, ella me respondió: Si, pero es que ahora, tiene que sacar ticket en la máquina para coger turno. ¡Otra máquina!, ¡otra cita! ¿Os imagináis mi cara? Intenté balbucear unas palabras de sorpresa e incredulidad pero, puesto que no iba a conseguir sino enfadarme más… decidí levantarme y ponerme a la cola.

A todo esto, una docena de personas más experimentadas que yo en todo el proceso de acceso a la administración, se habían dispuesto en fila delante del aparato expendedor de turnos y,  me tuve que poner al final. Obviamente ellos no eran culpables de mi ignorancia procesual y no me iba a poner a reclamarles mi primer puesto cuando ellos mismos eran  sufridores del mismo proceso.

Por si la señora administración aún no se hubiera reído suficiente de mi y de todos los que estaban allí, a través de sus sumisos, serviles, educados y malhumorados empleados, quiso rizar el rizo un poquito más expendiendo un ticket en el que en primera línea se leía: “El ticket NO indica el orden de llamada”. Y entonces… ¿para qué tanto protocolo? Me dio la risa cínica y las ganas de gritarle a alguien: ¡Pero ESTO  ¿de qué va?!

A todo esto tengo que añadir para finalizar que, al funcionario que me atendió, le llevó realizar la gestión que generó todo este proceso dos minutos y medio. El tiempo de escribir mi DNI, la palabra “BAJA”, pulsar el botón de la impresora y lo que ésta tardó en imprimir la hoja. ¡Dos medias mañanas perdidas por una gestión de dos minutos y medio!


Está visto que “en este país” el tiempo del usuario no tiene ningún valor.

viernes, 5 de enero de 2018

¡¡¡Un libro!!!

¡A mí, que se me confundían las letras en la cabeza y se me amontonaban los fonemas en la garganta, que me resultaba más que imposible aquella tarea tan tediosa de leer con la que me martirizaban día y noche en casa y en la escuela, y que no llegué a comprender hasta bien cumplidos los ocho años…! ¿Cómo se les pudo ocurrir a los Reyes Magos  tan desafortunado regalo para aquellas navidades? ¿Dónde estaba la muñeca que llevaba pidiendo desde que tenía recuerdo? Miraba atónica aquel extraño regalo que hacía girar en mis manos intentando descubrirle alguna gracia con el único propósito de contener las lágrimas de decepción que apuntaban por salir. 

¡¡¡Un libro!!!  ¡En qué carta habrían leído que lo que quería era un libro…! ¡Si dibujé bien clarito y a todo color la muñeca que quería…! ¿Se estarían riendo de mí? Además, ¡ni siquiera tenía unas bonitas ilustraciones con las que alegrar la vista y despertar la imaginación! ¿Querían decirme algo los reyes magos? Seguro que alguien les había contado que era la única niña de la clase que AÚN NO SABÍA LEER… ¡Malditos chismosos!

Conseguí a duras penas contener las lágrimas no fuera a ser que, los reyes, que lo ven todo, percibieran mi enfado y pensaran que era una desagradecida. Sólo hubiera faltado que, además del tan desafortunado regalo, por no ser capaz de contener el llanto, tuviera que soportar una reprimenda y las mofas de los otros niños…

Mi decepción, al ver los regalos de mis hermanos y amigos, fue en aumento y, no mermó un ápice los días siguientes a la noche de reyes aunque tuve buen cuidado de no manifestarlo. Paseaba y enseñaba con aparente orgullo aquel regalo que sólo parecía gustar a los adultos: “¡Mira qué bueno, un libro!, ¡Eso sí que es práctico y no tanto juguete!”...  ¡Pues quédatelo tú! Pensaba para mis adentros. ¿Cómo se juega con un libro? Mientras todos parecían disfrutar de sus juguetes yo no terminaba de encontrar el sentido práctico de aquel “telar” y de repetirme sin descanso: “¡Cómo pueden haber sido tan torpes los reyes…pero, SI NI SIQUIERA SÉ LEER!”. Confieso que lloré aquella noche y unas cuantas más.

Por supuesto la muñeca nunca llegó y los regalos que siguieron años después al libro, tampoco fueron como para hacerme bailar de agradecimiento y emoción pero, ninguno volvió a herirme tanto como aquel  estupendo libro de “Las fábulas de Esopo, Iriarte y Samaniego” (lo de estupendo lo digo ahora no vayáis a pensar…) Supongo que sus majestades se adaptaban al presupuesto que había… todo muy discutible.

Lo cierto fue que allí estaba aquel libro. ¡Mi primer libro!...el que tuvo que esperar meses hasta que comencé a poder silabear algunas palabras, más de un año para poder leer con soltura y toda una vida y más, para ir entendiendo los mensajes ocultos de las fábulas. Sí, llegué a aprenderme muchas de ellas de corridillo y era capaz de recitarlas hasta con soniquete pero, el misterio oculto quedó para la posteridad. Muchas de sus enseñanzas sobrevivieron en mi memoria al libro físico.

Y hoy interpreto  así una de aquellas fábulas de Iriarte: Nací pato y enseguida fui consciente de mi naturaleza. Sabía que podía nadar, que podía volar… y caminar. Ya de muy niña me movía con soltura y elegancia por el lago y, mi gracejo, no pudo por menos de llamar la atención de la escurridiza serpiente siempre escondida tras algún rostro cercano. La envidia la llevaba continuamente a menospreciar todos mis dones dejándome bien clarito desde la más tierna infancia lo poquita  cosa que era, lo nada que valía con respecto a los demás y a lo “cerquita” que iba a llegar.

Pero esa… mala víbora, no tuvo suficiente con dañar a un polluelo, si no que se fue apareciendo de muy diferentes maneras como compañera de clase, como profesor, como jefe…, siseándome continuamente  al oído y royéndome el cerebro como si de una rata se tratase a lo largo de mis muchas etapas: ¡Te creesss muy lisssstas! ¡Quien te creesss que eresss...!, picasss muy alto…, ¿de dónde creesss que has sssalido…?, ¿quién te va a apoyar…?, ¿quién te va a creer?, ¡como que ssssse van a fijar en ti…¡ … y yo, como niña primero, como adolescente después y más tarde como adulta fui permitiendo que sus palabras viperinas hicieran mella en mi naturaleza y quedé convertida en un pato de corral sin más perspectiva que la cotidiana lucha diaria por unos granos de maíz.

No señor Iriarte, los comentarios de la serpiente no son los correctos. El pato tenía razón: hay que ser agradecidos con “los dones que el cielo nos da” y, “lo importante y raro” es saber reconocer y aceptar cada uno nuestra naturaleza y sacarle el máximo partido.

…y cincuenta años… no es demasiado tarde para darse cuenta.

                        (Fábula de “El pato y la serpiente” Iriarte)

 Más vale saber una cosa bien que muchas mal. 
A orillas de un estanque, 
diciendo estaba un pato: 
«¿A qué animal dio el cielo 
los dones que me ha dado?
Soy de agua, tierra y aire:
cuando de andar me canso, 
si se me antoja, vuelo; 
si se me antoja, nado».
Una serpiente astuta, 
que le estaba escuchando,
le llamó con un silbo 
y le dijo «¡Seó guapo!
no hay que echar tantas plantas; 
pues ni anda como el gamo, 
ni vuela como el sacre,
ni nada como el barbo;
y así, tenga sabido 
que lo importante y raro 
no es entender de todo,
sino ser diestro en algo».