sábado, 19 de mayo de 2018

Desafortunados bichitos

La verdad es que me quedé muy sorprendida con aquel correo: Sanguijuelas… ¿había leído sanguijuelas? La palabra en sí, nada más leerla ya me produjo cierto desasosiego, rechazo, repugnancia… y no precisamente porque haya tenido algún desafortunado encuentro con alguno de estos “bichitos”.

Sin embargo, creo que, mi estimado lector, para nada quería perturbar la vida pacífica de  esos tranquilos anélidos. A lo que quería hacer referencia era a una característica de un tipo de ellos los “Hirudo Medicinalis” que, han sido los que han generado ese rechazo popular tan visceral a los de su especie. No os vayáis a pensar que soy una docta en el tema. ¡Para nada! La ignorancia y la curiosidad me han llevado a recurrir a la “Wikipedia”. Y es que, este tipo de bichitos tienen la buena costumbre, como su nombre indica, de alimentarse del precioso fluido que nos recorre interiormente a los vertebrados, ¡sí también a nosotros!, pegarse a sus cuerpos e ir satisfaciendo sus necesidades a placer…  Su único trabajo y esfuerzo en la vida consiste en mantenerse bien adherido para seguir succionando. 

Y  fue esta característica, sin ninguna duda, la que llevó  a mi seguidor a pedirme una pequeña reflexión sobre estos animales. He tenido que recurrir, como siempre, a la RAE para encontrar y confirmar lo que ya sabía y que no aparece en la gran enciclopedia de internet: ¡¡¡“Existen sanguijuelas de dos patas”!!! ¡Esto es lo que nos interesaba¡… y son muchísimo peores que los invertebrados anélidos! Porque, la sanguijuela animal, se pega a su portador y toma de él únicamente la cantidad necesaria para vivir, cantidad que este a su vez regenera con relativa facilidad, pudiendo continuar su vida sin ninguna dificultad. Una vez satisfecha su apetito, ella sola se desprende y abandona a su presa.

Pero, esos otros “seres de dos patas”, se pegan a sus congéneres, generalmente más débiles y desvalidos, para vivir a su costa hasta que acaban con todos sus bienes y energías. “Las desposeen…” dice el diccionario… que es más educado que yo.

Dejadme que os cuente cómo fue mi experiencia: Empezó por preparar un escenita “¡uy, no llevo nada encima ¿te importaría prestarme diez euritos?”. Ahí estaba comprobando de qué calado era mi corazón. Y como eres buena persona te apresuras a echar mano de la cartera e instintivamente vas por el billete azul  que no el rojo. ¡Faltaría más!  Ahí, ¡ya la has liado!
Pasados unos días se repitió el asunto con un escenario parecido. Esta vez la cartera se la habría dejado sobre la mesilla y la cantidad solicitada, curiosamente, era la que le había dado la vez anterior. El instinto, que aunque de bondadoso tiene mucho y no es tonto, esta vez iba más tranquilo, en busca de la cartera, sopesando las posibilidades: “huy, fíjate sólo tengo un billete de cincuenta”. ¡Vayaaaaaa! ¡Volviste a caer! “¡Estupendo, ya te lo devuelvo todo en cuanto cobre!” Y no me dio tiempo a reaccionar. Me quedé con la boca abierta y la cartera pelada. 

Así pasaron unos meses mientras él preparaba las siguientes estrategias. Primero necesitó dinero para un proyecto magnifico que detalladamente me explicó, y más tarde para subsanar una emergencia que no admitía demora. En cualquiera de ambos casos apeló al chantaje emocional. ¡Cómo no vas a ayudarle! Tampoco soy una desalmada. ¿Y si resulta que es el negocio del siglo y por no darle esos seiscientos euros que le faltan pierde la oportunidad? ¿Y si efectivamente por no hacer el pago en este momento luego la deuda se triplica?... Intentas alargar un poco la situación valorando…: “Es que ahora no tengo ese dinero en efectivo. Tendría que ir al banco”. Mmmmm  ¡Te volvió a pillar! “No sabes cuánto te lo agradezco, ya te acompaño al banco”. Pura estrategia. Lo hizo para que no pensara por el camino, no fuera a ser que cambiase de opinión. Y mientras tanto seguía manteniendo altos mis niveles de generosidad con su verborrea. 

Y así, esos seres van succionándote poco a poco hasta acceder a tu tarjea de crédito. Terminas por ser tú quien pide permiso a ellos para poder disponer de tu dinero y tus bienes. ¡Y te hacen un favor! 

¡¡¡Malditas sanguijuelas de dos patas!!!

 Seguro que todos conocéis a algún bichejo de estos. En mi caso, así fue. Por eso quizás, tuvo  eco el correo de antaño y, a pesar de la repugnancia que me produjo el animal, que ninguna culpa tiene de ser lo que es y de alimentarse de la forma que lo hace, su presencia siguió acompañándome hasta hoy, día en el que he decidió dedicarle unas líneas para que se vaya de una vez. 

El asunto, ahora mi querido lector es, cómo desprenderse de un parásito así. Parece imposible ¿verdad? La “wikipedia” sigue diciendo que es relativamente fácil. Te hago un resumen… a mi manera claro: Hay que ser decididos, ágiles y contundentes; no tenerles miedo, aunque nos resulte repulsivo o amenazador; no mostrar dudas ni debilidad, confiar en que vamos a ser capaces de hacerlo; eso sí, siempre pillarlos por sorpresa, como cuando quieres despegar una lapa de la roca, para que no se agarren con más fuerza, hacerlo con rapidez para que no le dé tiempo a reaccionar; y por último, sacudirlo lejos, con contundencia, para evitar que se vuelva a agarrar. No darles otra oportunidad.

Mi querido lector, si sigues por ahí, te deseo una feliz desparasitación. Por mi parte, con esto, también quedo curada.

viernes, 4 de mayo de 2018

Un mundo sin bolsillos

¡Aquellos sí que eran tiempos difíciles para los niños! Ya de bien chicos aprendíamos el arte del autocontrol por puro instinto de supervivencia. ¡Pobre de aquel a quien, el hormiguillo de la inquietud y la curiosidad, le llevase a salirse de la fila o levantarse de la silla!...La vara andaba siempre presta a posarse en tu trasero, como aquella mano invisible que no viste venir y de pronto  se adhirió a tu oreja… cuando te dabas cuenta, estabas de vuelta en tu sitio con el culo caliente y la oreja colorada  sin entender el por qué. Estas artes persuasorias tenían el poder de devolverte a la insulsa realidad y mantenerte siempre alerta  porque nunca sabias cuando ni por dónde te iba a llegar el premio de una de ellas. Y la imagen se repetía tanto en la escuela como en casa: Cuando tu padre o tu madre decían “¡quieto!”…¡¡¡quieto era quieto…!!! ¡Ni parpadeabas! ¡Por si acaso! La orden imperativa de un adulto era incuestionable… al menos en voz alta y “por lo bajines”… ¡Que no te oyeran! Eso lo aprendí bien pronto.

 Pero si aquello de estar quieto, para un niño lleno de vitalidad, ya era arto difícil… ¿qué me decís de aquella otra frase, tan tentadora,  que seguía al “¡quieto!” cuando nos encontrábamos en un lugar que no fuera nuestra casa?: “¡quieto,Y NO TOQUES NADA!”…mmmm ¡qué peligro tenía aquello! ¡No tocar! ¡En la prohibición estaba la invitación! Ya no veías más que objetos dignos de ser tocados, acariciados, inspeccionados… la mente se devanaba en encontrar una forma de hacer llegar hasta ellos las manos sin ser visto, burlando la estricta supervisión de los adultos y el latigazo del cachete. E ibas notando cómo, involuntariamente, los dedos se despegaban del puño, los brazos del cuerpo y, en cámara lenta, todo tu ser se aproximaba al objeto del deseo, al mismo tiempo que mantenías la mirada vigilante sobre el adulto de turno, sin perder de vista sus manos… y por fin conseguías alcanzar, apenas con el índice, aquello que se prohibía... ¡¡¡No podíamos tocar nada!!!. Poco placer conseguíamos más allá del que produce transgredir una norma.

Éramos una generación de niños paticortos y mancos de tanto estar quietos, de mantener pegados los brazos al cuerpo y esconder las manos en los bolsillos, para no tocar… Eso sí, nuestros ojos se hicieron ¡¡¡enoooormes!!!  después de estar media vida desorbitados mirando para no perderse ningún detalle y, con unos reflejos extraordinarios para esquivar la cachetada o salir corriendo antes de ser visto.

 Todavía hoy, sobre todo cuando entro en unos grandes almacenes, sigo escuchando en mi cabeza la frasecita de advertencia e, inconscientemente, meto las manos en los bolsillos o las sujeto una con la otra a la espalda  para que no me metan en algún lío. E incluso sigo sintiendo la falsa mirada escrutadora del dependiente en la nuca… que me sigue coartando.

Siempre he tenido la sensación de que al atarme las manos me privaron del acceso al conocimiento. Recuerdo, con gran pesar, la llantina que me llevé el día que visité por primera vez una exposición de esculturas y me “obligaron” a meter las manos en los bolsillos… ¡necesitaba tocar aquellas manos de piedra, aquellos rostros…! Y salí de la sala con la sensación de no haber visto…

Sin embargo, observo con cierta diversión, cómo hoy en día, que estamos en la era digital y el “touch it”, los carteles de “Se ruega no tocar” se han colocado, sobre todo, por un exceso de tocamiento e imprudencia: metemos el dedo o la mano incluso en cosas que, por higiene o salud, no deberíamos tocar. 

Y me agrada infinito ver que ahora, aquella curiosidad, inquietud o el deseo de romper la prohibición que nos impelía a tocar a los niños de hace 40 años, sea la misma que lleva a los niños de hoy a tocar sin pudor. ¡Tocar! ¡Tocar! ¡Tocar! No se conocen las cosas de la misma manera con un sentido que con otro. No producen la misma sensación una mirada que una caricia por muy amorosas que ambas sean… y, por supuesto, no descarto ninguna de las dos. Son matices diferentes de una misma realidad.

Tocar… el tacto, debe ser tenido en cuenta y ocupar el puesto que le corresponde como sentido que incorpora y adquiere conocimientos. Cada persona, cada niño…aprendemos de distinta manera. Privar a alguien de aprender de su manera peculiar… es una forma de mutilación.

¡¡¡…volver a aprender en un mundo sin bolsillos!!!