viernes, 28 de abril de 2017

"Una verdá como un puñu"

Mis padres son, bueno, mi padre, porque mi madre murió hace unos años, de esa pocas personas que aún van  quedando y que, han vivido antes de la guerra, la guerra y obviamente las consecuencias de esta. No dispusieron de mucho tiempo para acudir a la escuela. Su situación económica o posición social no les podía permitir más que asistir unos años, los necesarios para aprender los rudimentos de la lectura y las cuatro, o quizás alguna menos, reglas de la aritmética fundamental.

Recuerdo, siendo niña, haberles escuchado leer aquella revistilla de su tierra “La luz de Liébana” que recibíamos en casa, no sé si mensual o trimestralmente, y que recorrían, primorosamente, con las manos primero, tratando con ello de acariciar a tantos seres queridos que se habían quedado allí; con sus ojos después, intentando encontrar el retrato de alguna persona conocida; y por último leyendo, con aquella lectura lenta, entrecortada… de balbuceo infantil como del que está aprendiendo… Y nos iban explicando: “Éste era…”, “por aquí vivía…” y desgranaban entre párrafo y párrafo historias de una gente que no conocíamos, de un tiempo que nunca ya viviríamos… Y escuchábamos con deleite sus historias y, ¡cómo no!, también descubríamos sus sentimientos, ocultos en las pausas…, en los puntos y aparte de la historia cuando, su mirada se quedaba quieta y perdida porque estaba allá, en esa otra vida anterior. Volviendo a vivir… con alegría algunas veces y casi siempre con tristeza… injusticias, miserias…  y aquel gesto inconsciente de negación con la cabeza… como intentando impedir aquello que ya… no tenía remedio o que quizás, nunca debió de ocurrir.

No percibí la vida de mis padres como una vida fácil… A veces parecía de cuento, pero cuento de miedo y dolor, de humillaciones... Fue una época dura para todos, cierto, pero como siempre, más dura para unos que para otros.

Con esas historias crecí… otras parecidas viví y, llegué, casi sin darme cuenta, a la adolescencia. Muchas vivencias y recuerdos se habían quedado en algún rincón olvidado de mi mente, como historias, nada más, que se cuentan frente a una hoguera para entretener; otras, por pura necesidad psicológica, se enviaron al desván del olvido.
Y, allí estaba yo. Sábado por la tarde, como una adolescente más, a la entrada del cine, en espera de que llegara la hora, se abrieran las puertas y  poder coger un buen sitio para ver la película que tanto había dado que hablar en el círculo de amigos: “Los santos inocentes” basada en el libro del mismo nombre de Miguel Delibes.

Para inocencia e ignorancia… la mía de aquel momento previo que, ni por asomo sospechaba a qué me iba a enfrentar en cuanto se apagaran las luces de la sala: las historias de noches de hoguera se hicieron realidad delante de mis ojos y los fantasmas del desván se manifestaron con rotundidad… ¡Todo aquello había sido verdad…! Y me deshice en un mar de lágrimas por mis padres, por mis hermanos y hermanas,…por mí misma.

Fuera ya del cine, cuando la película acabó, me di cuenta de que era un bicho raro dentro del grupo: todos mis amigos hablaban de la caracterización de los personajes, de la interpretación de los actores, de lo acertado de los escenarios… Estaba tan afectada y me quedé tan atónita de oírles hablar de lo que a mí me parecieron frivolidades que les grité: “Pero… ¿de qué coño estáis hablando?...”. Ellos, hijos de papá y mamá en su mayoría, no podían entender, bajo ningún concepto, de la misma manera que yo, aquella película. Vieron sólo la parte técnica de la ejecución pero, aquello que Miguel Delibes denunció y que la película evidenciaba… el abuso de poder al que el propio ser humano somete a sus congéneres, la humillación por la que se les hace pasar por el mero hecho de que alguien se considerase una clase social superior y las injusticias y vejaciones a las que son sometidas las personas sencillas y humildes… Parecía ser ajeno a todos ellos.

Seguí llorando los días siguientes mientras rememoraba las historias que mis padres me habían contado y desempolvaba los recuerdos que yo misma había acumulado. Interpreté palabras, gestos, silencios…”!Maldita o dichosa película que me sacó de la inocencia…¡”. Ya no pude volver a ser la misma. Desarrollé una sutil sensibilidad para captar situaciones de injusticia que me dejó el alma a la intemperie…
No fue un cuento de viejos, ni la imaginación delirante de una adolescente; no fue la fantasía de un escritor, ni la habilidad de un cineasta… fue, y es siempre ESA REALIDAD que está ahí y que muchos no ven porque ellos mismos la generan…  y otros muchos… la sienten y padecen, la que de cuando en cuando salta insultante a las grandes pantallas…

“Los Santos Inocentes” fue el único libro que recuerdo haber visto leer a mi madre. La oí bisbisear cada renglón, asentir con la cabeza… y cuando lo acabó  me dijo con su acento lebaniego: “ En ese libru se dice una verdá como un puñu”. (A mi madre)


viernes, 21 de abril de 2017

El señor de traje que no traía niño


Íbamos con cita previa. Las 8.30 era buena hora. Seríamos los primeros en la consulta. Ya había tenido cuidado en pedir esa hora para evitar la acumulación de retrasos e imprevistos. Además, con un poco de suerte, el niño no perdería ninguna clase y mi marido llegaría a la oficina antes del café. Salimos de casa con tiempo más que de sobra conscientes, de que, en el hospital y su entorno, no suele ser fácil aparcar. Llegamos a la consulta con diez minutos de antelación como “Dios manda” o cuando menos  como debería mandar la educación y el respeto hacia el otro: “norma de buena educación y cortesía”.

Lógicamente la sala de espera de la consulta estaba vacía y en la consulta, según nos dijo la enfermera, que llegó minutos después que nosotros, tampoco había nadie. Nos sentamos tranquilamente a esperar. Cada uno sacamos nuestro pasatiempo llevado ya a propósito por si tuviéramos que esperar. En estos sitios nunca se sabe…

A las 8.30 exactamente apareció un señor alto, joven, bien parecido, todo trajeado, con su maletín… y sin niño. En una consulta de pediatría, a no ser que seas el pediatra…, es algo raro acudir sin un infante ¿no?... el maletín… podía hacer sospechar que lo fuera pero en cuanto preguntó a la enfermera por el doctor “X X” quedó bien claro que no.  “Vendrá a recoger algún resultado” pensé sin darle más importancia y volví a sumergirme en mi lectura.

Media hora después, los asientos de la sala estaban casi todos ocupados. El señor del traje miraba cada dos por tres su bonito reloj de pulsera, señal de que comenzaba a dar muestras de cansancio y aburrimiento. Nosotros comenzábamos a estar aburridos también pero nos mantenía la esperanza de que en cualquier momento nos llamaran, ¡porque éramos los primeros!… y el doctor no podía tardar mucho más en llegar.
Pasó otra media hora. Padres, niños, carritos… y el señor del traje, abarrotaban el espacio. En la sala no cabía un alma más y el ambiente… “empezaba a caldearse”. Entre los padres corrió la pregunta, tan típica de las salas de espera, para saber el tiempo de retraso que lleva el profesional de turno…¿a qué hora tenía cita usted y a qué hora dice que ha llegado?...que incrementaba el descontento y el nerviosismo de la gente.
Cuarto de hora después apareció, esta vez sí, otro hombre, sin niño, no tan joven, “de peor ver”, también con su maletín y con bata blanca. Cruzó la sala de espera con aire de soberbia y superioridad y… tan enfrascada como estaba en la lectura… ¡¡NO OÍ!! el saludo de buenos días y, por supuesto, tampoco pude escuchar las DISCULPAS por el RETRASO. El doctor se metió en el despacho seguido de la enfermera y, todavía tuvimos que esperar diez minutos más para que se abriera  de nuevo la puerta y llamaran… ¡AL SEÑOR DEL TRAJE QUE NO TRAÍA NIÑO!...

Se produjo un murmullo de cabreo entre todos los presentes. A esa hora ya todos sabíamos perfectamente cual debería de ser el orden de entrada en la consulta y que, “el señor del traje” no tenía cita. Por si la temperatura del ambiente aún no hubiera llegado a su límite, la enfermera, quizás también enfadada como nosotros y harta de ser el parapeto de un jeta irresponsable, vino a subirla un par de grados más y nos comunicó, eso sí muy dulcemente que “el señor del traje” era un comercial.

Aquello fue como quitar el pitorro de una olla a presión en plena ebullición… Hubo padres que se levantaron de sus asientos incapaces de contener tanta mala leche, otros negaban con la cabeza mirando hacia el suelo, algunos hacíamos esfuerzos por contener las lágrimas de impotencia… y hubo quien comenzó a levantar la voz… para volverla a silenciar en cuanto otro profesional nos recordó aquello de “¡Señores, esto es un hospital…!, ¡guarden silencio!.” Y por respeto a otros pacientes…


Eso sí, tengo que reconocer que, esa mañana, avancé bastante  en la lectura de mi libro.

viernes, 14 de abril de 2017

Esa extraña edad

Tengo una amiga que trabaja para una Asociación cultural de ocio y tiempo libre donde se imparten, un día a la semana, clases de modelado para niños en edades comprendidas entre tres y doce años. Recientemente, por asuntos familiares, la persona que daba las clases tuvo que faltar a la actividad. Y como la inmediatez, y la brevedad de la ausencia, no daban para buscar una sustituta ni para avisar de la suspensión de la actividad,  me pidieron el favor de realizarla durante un par de días. Más por mantener que por enseñar.

Tengo que decir que me asusté un poco: “Pero, ¡si yo no tengo ni idea de modelar!”…”Pásate hoy por la tarde para que veas lo que hacemos”. Me dijeron… “Ya verás cómo no es tan complicado”. ¡Y allá que me fui! Todo sea por una buena amistad.

 ¡Vaya, vaya, vaya…! Cuál sería mi sorpresa al descubrir que “las clases de modelado” no eran otra cosa que… ¡hacer figuritas con plastilina como hemos hecho toda la vida! Renombrar las viejas actividades con nombres menos sobados… da cierto empaque y mueve a la curiosidad. Es una forma de reinventarse. No es lo mismo decir  “hago figuritas de plastilina con los niños” que, “doy clase de modelado”. Lo primero… lo puede hacer cualquiera que, en algún momento, haya tenido una bola de plastilina en la mano, como es mi caso. Lo segundo… ya… requiere o se presupone una preparación algo más especial… Suena más a artista ¿verdad?  Y el que lo ve desde fuera, el posible alumno, capta esa diferencia y se apunta más ilusionado a las clases de modelado que al viejo “churro, churro”.

Tengo que decir que, aunque mi comentario pueda parecer algo despectivo o trivial, hacia la profesional que desempeña habitualmente esta tarea, nada más lejos de esa intención. Puesto que, en cuanto vi a la profesora coger la bola de plastilina, ya en su forma de hacer, descubrí que había algo más. Y, efectivamente, hay que ser un gran artista para trabajar tan bien y con tanta habilidad y rapidez un pedazo de plastilina. En cuestión de segundos, y delante de mis ojos, aquella masa informe se transformó en un precioso gatito. ¡A eso llamo yo magia!

Pues bien. A lo que iba. Al día siguiente, y después de modelar un rebañico entero de ovejas en mi casa para coger práctica y que los niños no notasen demasiado el cambio, me presenté toda animosa en la asociación. Allí estaban todos los niños en fila a la puerta del aula esperando. Les recordé de nuevo mi nombre, por si lo habían olvidado y les expliqué también el motivo de mi presencia. Una niña, con más desparpajo que el resto que no había estado el día anterior, mirándome fijamente y sin cortarse un pelo me dijo: “Profe, eres un poco VIEJA ¿no?”… Pongo puntos suspensivos para no parar a explicar cómo se me quedó la cara ni a dónde se fue todo mi ánimo.

Tengo que reconocer que, la espontaneidad de la niñita, dio un buen mordisco a mi autoestima. Pasé la hora distraída pensando en mi edad y mirándome de soslayo en los cristales de las estanterías: ¿tan estropeada y avejentada estoy?.. Claro, nos miramos al espejo cada día y, de día en día no captamos el paso del tiempo. Es en comparación con nuestros coetáneos, menos frecuentados, con los que observamos ese paso del tiempo y nos preguntamos al encontrárnoslos: ¿ Me habrá hecho a mi esa jugarreta el tiempo?...

No me lo había planteado hasta ahora pero, es cierto que, estar cerca de la cincuentena… ¡¡ya son añitos ya!! de jovenzuela poco queda y, efectivamente, bien podría ser la abuela de algunos de los niños que allí estaban pese a tener hijos en edad escolar. Y es que… es… esa extraña edad en la que, curiosamente te sientes plena,  más joven que nunca y con ganas renovadas de hacer cosas y, por otro lado, biológicamente es el inicio del declive y el comienzo de la invisibilidad social…

viernes, 7 de abril de 2017

Hijos de la abundancia y el aburrimiento

Recientemente mi marido y yo fuimos a visitar a unos amigos que tienen dos niños, uno de siete años y otro de tres. Hacía tiempo que no quedábamos y, un encuentro fortuito en la calle hizo que retomáramos la relación. Como sus hijos eran bastante más pequeños que los nuestros decidimos reencontrarnos en su casa, por aquello de mantener las rutinas y demás.
Recordaba perfectamente la vivienda de esta pareja de cuando estábamos todos recién casados: el orden, la elegancia, los espacios libres… todo indicaba armonía y equilibrio. Por lo que esperaba volver a encontrarme con aquel espacio de sosiego. No contaba yo con que dos churumbeles fueran capaces de acabar, drásticamente, con un ambiente tan oriental. Casi se me escapa una exclamación, de sorpresa e incredulidad, al contemplar aquel salón tan repleto de telares infantiles que no dejaba espacio ni para el aire.
De mi boca no salió ni una palabra pero mi cara… debió de ser menos discreta porque, acto seguido, escuché una retahíla de justificaciones, pedagógico-psicológico-didácticas, que me dejaron más abrumada todavía. ¡Santo Dios!... en mi vida había visto y escuchado tanta… ¿cómo se llama esto?… Tengo dos hijos, uno adolescente y otro a las puertas de serlo. Vivimos en un piso pequeño con dos habitaciones. Cada uno tenemos nuestro espacio y están los espacios comunes. Nadie invade permanentemente el espacio del otro o el común y creo que cuando menos “nuestro sistema educativo” no ha sido tan malo.
Después de la conferencia justificativa, que nadie pidió, nos mostraron el resto de la casa. Todo en la misma línea.  Mientras ellos terminaban de ultimar los detalles de la comida, nosotros les dedicamos esos minutos a los niños y, nos dejamos llevar, de estantería en estantería y de rincón en rincón, VIENDO… “el almacén de la tienda de juguetes” de nuestro barrio. Había juguetes de todas las clases y de todas las épocas. Muchos ni los conocía. Ni qué decir sobre libros infantiles y películas… dos vidas se necesitarían para ver y leer todo aquello. Por supuesto no faltaban los más modernos y sofisticados: PSps, tablets, ordenadores…
Pero lo peor aún estaba por llegar.
Cuando la comida llegaba a su fin y los niños ya se habían levantado de la mesa, por abreviar y no despistarme, comenzó la cantinela del hijo mayor: “¡Me aburro!.., ¡Me estoy aburriendo!.., ¿ya os he dicho que me estoy aburriendo?... ¡cuántas veces os tengo que decir que me estoy aburriendo?...” Ni recuerdo la de veces que repitió la frasecita y sus padres no daban abasto ofreciéndole una alternativa distinta cada vez… Yo no salía de mi asombro y, para mis adentros, pensaba: ¿será este un niño  hiperactivo o con “déficit de atención” o será por el contrario un exceso de la misma?...
Éramos extraños rompiendo el ritmo familiar y,  también como madre, sé que, en estas circunstancias, los niños suelen ponerse un poco pesados y aprovecharse para hacer todo lo prohibido o demandar más atención pero… aquello… el servilismo de los padres… la cantidad ingente de juegos, juguetes… y ¡que nada le entretuviera!..

Intenté recordar algún momento semejante con mis hijos… y lo encontré. No tan acentuado pero ahí estaba. ¿No será, acaso, que les estemos dando demasiado y al mismo tiempo solventándoles todas sus dudas y dificultades?.. Quizás debamos permitir que el aburrimiento realmente lo sea y darle el espacio que se merece en la educación. El aburrimiento forma parte del proceso creativo y necesita tiempo para despertar. Y, por nuestra parte,  no dejarnos asustar por el vacio de actividades ni sucumbir al chantaje del dame más y el… ¡Me aburro!