Mis
padres son, bueno, mi padre, porque mi madre murió hace unos años, de esa pocas
personas que aún van quedando y que, han
vivido antes de la guerra, la guerra y obviamente las consecuencias de esta. No
dispusieron de mucho tiempo para acudir a la escuela. Su situación económica o
posición social no les podía permitir más que asistir unos años, los necesarios
para aprender los rudimentos de la lectura y las cuatro, o quizás alguna menos,
reglas de la aritmética fundamental.
Recuerdo,
siendo niña, haberles escuchado leer aquella revistilla de su tierra “La luz de
Liébana” que recibíamos en casa, no sé si mensual o trimestralmente, y que
recorrían, primorosamente, con las manos primero, tratando con ello de acariciar
a tantos seres queridos que se habían quedado allí; con sus ojos después,
intentando encontrar el retrato de alguna persona conocida; y por último
leyendo, con aquella lectura lenta, entrecortada… de balbuceo infantil como del
que está aprendiendo… Y nos iban explicando: “Éste era…”, “por aquí vivía…” y
desgranaban entre párrafo y párrafo historias de una gente que no conocíamos,
de un tiempo que nunca ya viviríamos… Y escuchábamos con deleite sus historias
y, ¡cómo no!, también descubríamos sus sentimientos, ocultos en las pausas…, en
los puntos y aparte de la historia cuando, su mirada se quedaba quieta y
perdida porque estaba allá, en esa otra vida anterior. Volviendo a vivir… con
alegría algunas veces y casi siempre con tristeza… injusticias, miserias… y aquel gesto inconsciente de negación con la
cabeza… como intentando impedir aquello que ya… no tenía remedio o que quizás,
nunca debió de ocurrir.
No
percibí la vida de mis padres como una vida fácil… A veces parecía de cuento,
pero cuento de miedo y dolor, de humillaciones... Fue una época dura para
todos, cierto, pero como siempre, más dura para unos que para otros.
Con
esas historias crecí… otras parecidas viví y, llegué, casi sin darme cuenta, a
la adolescencia. Muchas vivencias y recuerdos se habían quedado en algún rincón
olvidado de mi mente, como historias, nada más, que se cuentan frente a una
hoguera para entretener; otras, por pura necesidad psicológica, se enviaron al
desván del olvido.
Y,
allí estaba yo. Sábado por la tarde, como una adolescente más, a la entrada del
cine, en espera de que llegara la hora, se abrieran las puertas y poder coger un buen sitio para ver la
película que tanto había dado que hablar en el círculo de amigos: “Los santos
inocentes” basada en el libro del mismo nombre de Miguel Delibes.
Para
inocencia e ignorancia… la mía de aquel momento previo que, ni por asomo
sospechaba a qué me iba a enfrentar en cuanto se apagaran las luces de la sala:
las historias de noches de hoguera se hicieron realidad delante de mis ojos y
los fantasmas del desván se manifestaron con rotundidad… ¡Todo aquello había
sido verdad…! Y me deshice en un mar de lágrimas por mis padres, por mis
hermanos y hermanas,…por mí misma.
Fuera
ya del cine, cuando la película acabó, me di cuenta de que era un bicho raro
dentro del grupo: todos mis amigos hablaban de la caracterización de los
personajes, de la interpretación de los actores, de lo acertado de los
escenarios… Estaba tan afectada y me quedé tan atónita de oírles hablar de lo
que a mí me parecieron frivolidades que les grité: “Pero… ¿de qué coño estáis
hablando?...”. Ellos, hijos de papá y mamá en su mayoría, no podían entender,
bajo ningún concepto, de la misma manera que yo, aquella película. Vieron sólo
la parte técnica de la ejecución pero, aquello que Miguel Delibes denunció y
que la película evidenciaba… el abuso de poder al que el propio ser humano
somete a sus congéneres, la humillación por la que se les hace pasar por el
mero hecho de que alguien se considerase una clase social superior y las injusticias
y vejaciones a las que son sometidas las personas sencillas y humildes… Parecía
ser ajeno a todos ellos.
Seguí
llorando los días siguientes mientras rememoraba las historias que mis padres
me habían contado y desempolvaba los recuerdos que yo misma había acumulado.
Interpreté palabras, gestos, silencios…”!Maldita o dichosa película que me sacó
de la inocencia…¡”. Ya no pude volver a ser la misma. Desarrollé una sutil
sensibilidad para captar situaciones de injusticia que me dejó el alma a la
intemperie…
No
fue un cuento de viejos, ni la imaginación delirante de una adolescente; no fue
la fantasía de un escritor, ni la habilidad de un cineasta… fue, y es siempre
ESA REALIDAD que está ahí y que muchos no ven porque ellos mismos la generan… y otros muchos… la sienten y padecen, la que
de cuando en cuando salta insultante a las grandes pantallas…
“Los
Santos Inocentes” fue el único libro que recuerdo haber visto leer a mi madre.
La oí bisbisear cada renglón, asentir con la cabeza… y cuando lo acabó me
dijo con su acento lebaniego: “ En ese libru se dice una verdá como un puñu”. (A mi madre)