viernes, 14 de abril de 2017

Esa extraña edad

Tengo una amiga que trabaja para una Asociación cultural de ocio y tiempo libre donde se imparten, un día a la semana, clases de modelado para niños en edades comprendidas entre tres y doce años. Recientemente, por asuntos familiares, la persona que daba las clases tuvo que faltar a la actividad. Y como la inmediatez, y la brevedad de la ausencia, no daban para buscar una sustituta ni para avisar de la suspensión de la actividad,  me pidieron el favor de realizarla durante un par de días. Más por mantener que por enseñar.

Tengo que decir que me asusté un poco: “Pero, ¡si yo no tengo ni idea de modelar!”…”Pásate hoy por la tarde para que veas lo que hacemos”. Me dijeron… “Ya verás cómo no es tan complicado”. ¡Y allá que me fui! Todo sea por una buena amistad.

 ¡Vaya, vaya, vaya…! Cuál sería mi sorpresa al descubrir que “las clases de modelado” no eran otra cosa que… ¡hacer figuritas con plastilina como hemos hecho toda la vida! Renombrar las viejas actividades con nombres menos sobados… da cierto empaque y mueve a la curiosidad. Es una forma de reinventarse. No es lo mismo decir  “hago figuritas de plastilina con los niños” que, “doy clase de modelado”. Lo primero… lo puede hacer cualquiera que, en algún momento, haya tenido una bola de plastilina en la mano, como es mi caso. Lo segundo… ya… requiere o se presupone una preparación algo más especial… Suena más a artista ¿verdad?  Y el que lo ve desde fuera, el posible alumno, capta esa diferencia y se apunta más ilusionado a las clases de modelado que al viejo “churro, churro”.

Tengo que decir que, aunque mi comentario pueda parecer algo despectivo o trivial, hacia la profesional que desempeña habitualmente esta tarea, nada más lejos de esa intención. Puesto que, en cuanto vi a la profesora coger la bola de plastilina, ya en su forma de hacer, descubrí que había algo más. Y, efectivamente, hay que ser un gran artista para trabajar tan bien y con tanta habilidad y rapidez un pedazo de plastilina. En cuestión de segundos, y delante de mis ojos, aquella masa informe se transformó en un precioso gatito. ¡A eso llamo yo magia!

Pues bien. A lo que iba. Al día siguiente, y después de modelar un rebañico entero de ovejas en mi casa para coger práctica y que los niños no notasen demasiado el cambio, me presenté toda animosa en la asociación. Allí estaban todos los niños en fila a la puerta del aula esperando. Les recordé de nuevo mi nombre, por si lo habían olvidado y les expliqué también el motivo de mi presencia. Una niña, con más desparpajo que el resto que no había estado el día anterior, mirándome fijamente y sin cortarse un pelo me dijo: “Profe, eres un poco VIEJA ¿no?”… Pongo puntos suspensivos para no parar a explicar cómo se me quedó la cara ni a dónde se fue todo mi ánimo.

Tengo que reconocer que, la espontaneidad de la niñita, dio un buen mordisco a mi autoestima. Pasé la hora distraída pensando en mi edad y mirándome de soslayo en los cristales de las estanterías: ¿tan estropeada y avejentada estoy?.. Claro, nos miramos al espejo cada día y, de día en día no captamos el paso del tiempo. Es en comparación con nuestros coetáneos, menos frecuentados, con los que observamos ese paso del tiempo y nos preguntamos al encontrárnoslos: ¿ Me habrá hecho a mi esa jugarreta el tiempo?...

No me lo había planteado hasta ahora pero, es cierto que, estar cerca de la cincuentena… ¡¡ya son añitos ya!! de jovenzuela poco queda y, efectivamente, bien podría ser la abuela de algunos de los niños que allí estaban pese a tener hijos en edad escolar. Y es que… es… esa extraña edad en la que, curiosamente te sientes plena,  más joven que nunca y con ganas renovadas de hacer cosas y, por otro lado, biológicamente es el inicio del declive y el comienzo de la invisibilidad social…

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