Íbamos
con cita previa. Las 8.30 era buena hora. Seríamos los primeros en la consulta.
Ya había tenido cuidado en pedir esa hora para evitar la acumulación de
retrasos e imprevistos. Además, con un poco de suerte, el niño no perdería
ninguna clase y mi marido llegaría a la oficina antes del café. Salimos de casa
con tiempo más que de sobra conscientes, de que, en el hospital y su entorno,
no suele ser fácil aparcar. Llegamos a la consulta con diez minutos de
antelación como “Dios manda” o cuando menos
como debería mandar la educación y el respeto hacia el otro: “norma de
buena educación y cortesía”.
Lógicamente
la sala de espera de la consulta estaba vacía y en la consulta, según nos dijo
la enfermera, que llegó minutos después que nosotros, tampoco había nadie. Nos
sentamos tranquilamente a esperar. Cada uno sacamos nuestro pasatiempo llevado
ya a propósito por si tuviéramos que esperar. En estos sitios nunca se sabe…
A
las 8.30 exactamente apareció un señor alto, joven, bien parecido, todo
trajeado, con su maletín… y sin niño. En una consulta de pediatría, a no ser
que seas el pediatra…, es algo raro acudir sin un infante ¿no?... el maletín…
podía hacer sospechar que lo fuera pero en cuanto preguntó a la enfermera por
el doctor “X X” quedó bien claro que no.
“Vendrá a recoger algún resultado” pensé sin darle más importancia y
volví a sumergirme en mi lectura.
Media
hora después, los asientos de la sala estaban casi todos ocupados. El señor del
traje miraba cada dos por tres su bonito reloj de pulsera, señal de que
comenzaba a dar muestras de cansancio y aburrimiento. Nosotros comenzábamos a
estar aburridos también pero nos mantenía la esperanza de que en cualquier
momento nos llamaran, ¡porque éramos los primeros!… y el doctor no podía tardar
mucho más en llegar.
Pasó
otra media hora. Padres, niños, carritos… y el señor del traje, abarrotaban el
espacio. En la sala no cabía un alma más y el ambiente… “empezaba a caldearse”.
Entre los padres corrió la pregunta, tan típica de las salas de espera, para
saber el tiempo de retraso que lleva el profesional de turno…¿a qué hora tenía
cita usted y a qué hora dice que ha llegado?...que incrementaba el descontento
y el nerviosismo de la gente.
Cuarto
de hora después apareció, esta vez sí, otro hombre, sin niño, no tan joven, “de
peor ver”, también con su maletín y con bata blanca. Cruzó la sala de espera
con aire de soberbia y superioridad y… tan enfrascada como estaba en la
lectura… ¡¡NO OÍ!! el saludo de buenos días y, por supuesto, tampoco pude
escuchar las DISCULPAS por el RETRASO. El doctor se metió en el despacho
seguido de la enfermera y, todavía tuvimos que esperar diez minutos más para
que se abriera de nuevo la puerta y
llamaran… ¡AL SEÑOR DEL TRAJE QUE NO TRAÍA NIÑO!...
Se
produjo un murmullo de cabreo entre todos los presentes. A esa hora ya todos
sabíamos perfectamente cual debería de ser el orden de entrada en la consulta y
que, “el señor del traje” no tenía cita. Por si la temperatura del ambiente aún
no hubiera llegado a su límite, la enfermera, quizás también enfadada como
nosotros y harta de ser el parapeto de un jeta irresponsable, vino a subirla un
par de grados más y nos comunicó, eso sí muy dulcemente que “el señor del
traje” era un comercial.
Aquello
fue como quitar el pitorro de una olla a presión en plena ebullición… Hubo
padres que se levantaron de sus asientos incapaces de contener tanta mala
leche, otros negaban con la cabeza mirando hacia el suelo, algunos hacíamos
esfuerzos por contener las lágrimas de impotencia… y hubo quien comenzó a
levantar la voz… para volverla a silenciar en cuanto otro profesional nos
recordó aquello de “¡Señores, esto es un hospital…!, ¡guarden silencio!.” Y por
respeto a otros pacientes…
Eso
sí, tengo que reconocer que, esa mañana, avancé bastante en la lectura de mi libro.
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