sábado, 25 de mayo de 2019

Transgresores a voluntad

Y allí estábamos en la sala de exposición de un artista contemporáneo del que nunca habíamos oído hablar.
El verano tiene esas extrañas oportunidades de poder mostrarte, a cualquier parte que vayas, una amplísima oferta cultural y artística. ¡Carta abierta para todos los gustos y públicos! La casualidad había obrado a su favor: un folleto estratégicamente colocado sobre la barra de un bar, el asfixiante calor del exterior y el supuesto aire acondicionado de la sala de exposición, tuvieron mucho que ver para que, aquella tarde tan sofocante, termináramos allí. Ciertamente la temperatura de las salas era reconfortante e invitaba  con agrado a demorar la estancia.
La casualidad hizo también que el artista en cuestión se encontrase en aquellos momentos en la exposición y, no tan casualidad para ellos pero sí para nosotros, que en esos instantes llegasen  los reporteros de un periódico local a entrevistarle. Seguimos nuestra visita como si tal cosa, como si aquello no fuera con nosotros pero, puesto que la entrevista iba a ser publicada…  ningún delito había en “pegar la oreja” y escuchar qué se decía. Conocer al artista es un buen punto de partida para entender la obra… o quizás no.
En este caso y desde mi perspectiva, hubiera sido mejor no conocer, porque la escucha me predispuso negativamente. Desde mi  punto de vista  existen dos grandes tipos de artistas: los que lo son y los que se lo hacen. Los primeros no necesitan explicar su obra, se explica así misma, habla por sí sola. Los segundos necesitan adornar y llenar con grandes discursos su producción por que no tiene nada, ¡está vacía!
“Hay que transgredir, romper…” Dijo el artista. Aquellas palabras me produjeron cierta grima. ¿Quién ha dicho que el arte necesariamente ha de ser transgresor? El mismo discurso de siempre manido y gastado de pseudo-artistas que no han entendido nada. El arte se tiene o no se tiene. Es como el “duende” del flamenco. Y habrá aristas como la copa de un pino que no rompan con nada y artistas en los que la trasgresión surge espontánea. Ambos dos son auténticos, fieles a sí mismos, libres. El arte les sale de dentro como un manantial de la tierra.
Y estarán aquellos otros, los transgresores a voluntad… que no saben aún ni quiénes son, y se empeñan en diferenciarse, que han oído que el artista debe de ser transgresor y buscan sin más acoplarse a esa máxima pensando que el arte es únicamente eso. Dependen de las modas y son esclavos del momento. Arañan la tierra con sus manos buscando un hilillo de agua y… a veces llega y a veces no. Pero, se han aprendido el discurso y saben vender bien… ¡humo! Se acomodan a las circunstancias, al mejor postor…y se pavoneas en reuniones sociales siempre a la caza y atentos a aquello que les pueda aupar ya que su arte no lo va a hacer.
¡Y me condicionó!
El discurso del artista me condicionó la mirada. Ya no fui capaz de mantener la actitud abierta que tan necesaria es para apreciar el arte. Y no digo que no lo hubiera allí sólo que,  yo ya no fui capaz de verlo. Sus palabras de pataleta infantil “¡hay que romper! ¡hay que romper!” se impusieron a la sugerencia artística de su obra.
Ahora sí, del arte ya no disfruté pero, ¡cuidado que estuvimos fresquitos¡

martes, 7 de mayo de 2019

Parca en palabras


Mi padre no hablaba mucho. Tampoco lo necesitaba. Todos entendíamos a la perfección su lenguaje. Siempre había sido así.

Antes de que llegase mi madre, e incluso antes de que lo hiciera mi abuela, la mujer entendía, obedecía y se adelantaba a las necesidades del hombre. Mi abuelo no fue hombre de grandes discursos, se lo oí decir a mi abuela y, ese mismo silencio, más que heredarlo, mi padre lo aprendió pronto y a la perfección. ¡Como no podía ser de otro modo!

Yo entonces era muy pequeña y no entendía mucho, pero escuchaba y, sobre todo, observaba. Era una niña… era mi cometido, aún sin saberlo. Siempre me preguntaba cómo sabría mi madre lo que quería mi padre si nunca lo decía. Pronto aprendí a interpretar. Descubrí que mi padre tenía un rico conjunto de gestos que mi madre conocía y a los que se apresuraba a dar respuesta: si mi padre tocaba con el dedo el borde del vaso… eso significaba que quería más vino; si movía ligeramente el plato hacia adelante… eso era que no quería comer más. Y mi madre leía aquellas órdenes y obedecía… servía, retiraba. Me gané una sonrisa, gesto de aprobación, el día que me adelanté a mi madre y le traje las zapatillas…

 Del mismo modo ocurría con sus escasas palabras: frases muy cortas, a veces, incluso, una sola palabra que, en la mente de mi madre, se debían de traducir como todo un discurso, por la gran actividad que su pronunciación conllevaba en los trajines que venían a continuación.  “Mañana bajo a la feria” era uno de los discursos más largo que se solía repetir una vez al mes, más o menos, y que desencadenaba, en casa, casi una hecatombe: lavar y planchar la ropa, calentar agua para el baño, preparar comidas…

Me costó mucho descubrir cómo sabía mi madre que mi padre estaba de regreso. Yo había observado que, unos minutos antes de que mi padre se hiciera presente en la casa, mi madre echaba agua caliente en la palangana. Eso indicaba que estaba llegando. Salía corriendo a la puerta y, efectivamente, le veía aparecer por delante de la peña Moña. - “Maite, trae la palangana que voy a prepararle el agua a tu padre”, me pidió mi madre una tarde. - ¿y tú cómo sabes que viene padre?  Mi madre, a la fuerza parca en palabras, me dijo: “mañana siéntate en el poyo y presta atención”.  Así lo hice… ¡¡¡un silbido!!! Mi padre dio un largo e intenso silbido al llegar a la peña y en unos segundos vi aparecer su cabeza en el horizonte. ¡Eso era!

¡Juegos de niña que me divirtieron hasta que llegué a la pubertad! A partir de aquí, ya no quería que mi vida se redujese a interpretar los gestos de un hombre y obedecerlos con rapidez y sumisión. Puse la vista detrás de la peña Moña donde sabía que había todo un mundo por descubrir, miles de palabras que pronunciar y cientos de gestos que interpretar totalmente distintos a los de mi padre, mi abuelo, mi tatarabuelo…

“Mañana a las siete te esperan en la casona”. Dijo aquel día. Sin más. Estaba todo más que dicho. Vi a mi madre girarse para que no la viéramos llorar. Ni eso se le permitía. Nunca supe si las lágrimas salieron por tristeza, liberación, o las dos cosas. Se dirigió, sin mediar palabra a la habitación y del viejo arcón sacó una maleta vieja que nunca había visto. La dejé hacer. Acto seguido, entró en mi habitación y comenzó a sacar del armario mis mejores ropas y a meterlas en la maleta. A mí se me rompía el corazón y supe que el suyo también estaba roto cuando, a escondidas con el mayor secreto, puso en mis manos una especie de bolsilla de tela con algo dentro, que adiviné era dinero. Por un instante nuestras miradas se cruzaron y los largos años de interpretación se concentraron en aquel instante para hablar de todo lo que hasta ese momento no hubo necesidad de decir: amor, dolor, esperanza…

A todas esas mujeres que aún viven sometidas al lenguaje de la interpretación, que aprendieron a mirar con sus padres, escucharon los gestos de sus maridos y ahora, sin querer y tristemente, leen los de sus hijos… con la esperanza, de un día, poder oír su voz.