sábado, 28 de octubre de 2017

Maquinaria pesada

Sabía lo que quería hacer pero,  no tenía claro qué era lo que iba a comprar en cuanto a tipo de materiales, ni conocía su nombre por lo que decidí acercarme a la tienda a primera hora de la mañana para evitar, con mis dudas e inseguridades, entorpecer las ventas de la tienda y generar un tapón de clientes nerviosos. Me había levantado de buen humor, aviado la casa y preparado la comida. Iba a dedicar el resto de la mañana a mi pasatiempo favorito para lo que necesitaba ese par de cosillas que me disponía a comprar.
Llegué a la tienda a la hora justa. Ni tarde ni temprano. A las diez en punto, cuando abre todo el mundo. Me tocó esperar pero no me importó y dediqué esos minutos de espera a ensayar una sonrisa para regalar a la persona que me atendiera. Entró en la tienda como una saeta. Apenas me dio tiempo de verla hasta que la tuve delante. Casi que me asustó por lo repentino y… por la cara que traía. Me tragué la ensayada sonrisa y en un intento de disimular mi contrariedad logré balbucir un tembloroso “buenos días”.
Me recompuse interiormente del shock inicial e intenté actuar con naturalidad, si es que aquel rostro de cejas convergentes, labios contraídos  y mirada lacerante me lo permitían. El tiempo siempre es buen tema para romper el hielo, pensé con rapidez intentando dar un giro a la situación y, puesto que ese día las temperaturas, ciertamente, habían descendido unos cuantos grados… ¡zás… allá que me fui!: “¿Ha refrescado hoy? ¿Verdad? Esta mañana me asomé a la ventana, vi el solillo y… me quedé corta con la ropa. Se me están helando las patuquillas”…
Con la cabeza metida entre los hombros como un buitre arrecido y la espalda encorvada como el Jorobado de Notre Dame, la dueña de la tienda giró cuidadosamente la cabeza hacia mí y, sin más aviso que  el que mi instinto de supervivencia me dictaba con la erección del vello de los brazos, como dardos, me lanzó sus aceradas palabras:”No hace falta madrugar tanto para estas tontadas”. Me tragué mi simpatía hecha una bola que, esta vez, se quedó enquistada debajo de la garganta. A la pregunta seca y  cortante que sobrevino después…:”¡¿qué quieres?!” que más parecía una bofetada... ya no fui capaz  de responderla nada más que con monosílabos: Yo…, esto…, quería.., una cosa…
Si en principio ya llevaba inseguridad porque no sabía con certeza el nombre de lo que quería comprar… aquello me descompuso de tal manera que ya no di pie con bola. Procuré respirar en profundidad para recuperar la compostura y para ello, me distraje buscando en el bolso el papel donde tenía el croquis de mi mini-proyecto y las anotaciones con el material necesario. Fui consciente del temblor de las manos, del abandono de las traidoras palabras y la esquiva sintaxis… e incapaz de hacerme entender.
La “buena señora” lejos de percatarse del ambiente que había generado y sin ningún miramiento me lanzó la última estocada, que aunque no fue mortal, me dejó muy tocada: “Si no sabes explicarte ¿cómo demonios quieres que te entienda?”. Aquellas palabras me resbalaron por el rostro como esputos y tuve que esforzarme para contener las lágrimas que se agolpaban de impotencia y humillación.
Sí, hay personas que son como apisonadoras: allí por donde pasan machacan todo lo que se encuentran a su paso sin darse cuenta. Si, además, tienen un mal día, se han levantado con mal pie o simplemente la temperatura ha descendido unos grados… procura no estar en el radio de su influencia porque, se piensan que todo el mundo, al igual que ellos, son “maquinaria pesada” capaces de soportar cualquier inclemencia. Y así, ingenuamente,  arremeten sin ningún pudor y con tranquilidad contra todo lo que se mueve…
Cuando por fin  pareció que nos habíamos entendido, el destino quiso darme un respiro en medio de aquel vendaval escondiendo los materiales que necesitaba en el fondo del almacén. Mientras la huraña propietaria rebuscaba entre las pilas de cajas, tuve tiempo suficiente para controlar las emociones y evitar que se produjese una hecatombe.
No me gusta que me maltraten. A nadie le gusta. Y aquella señora llevaba todo el tiempo agrediéndome desde que había llegado sin haberle dado ningún motivo. El momento de calma que la búsqueda proporcionó, me llevó a tomar un poco de distancia de aquellas bofetadas lingüísticas e icónicas y pensar  que,  aquel armazón metálico debería tener algún resquicio de humanidad.

Con todas las cosas ya en la mano, a punto de salir de la tienda, muy recuperada del sobresalto, me la quedé mirando y con afabilidad  le dije mientras le ponía la mano sobre el brazo: “Deberías de ponerte una chaqueta o una bata porque se te ve encogida y constreñida del frio que tienes”. Ella simplemente estiró la frente, abrió los ojos sorprendida…  y tembló como chatarrilla.

viernes, 20 de octubre de 2017

¿Lenguaje infantil?


A todos nos ha pasado alguna vez que, al encontrarnos con un bebé (considero bebé a aquellos con edades comprendidas entre 0 y 3 años) y dirigirnos a él,  inconscientemente, hemos cambiado el tono de voz y distorsionado y alargado las palabras, en un intento pueril de hacernos entender mejor por ese personajillo que, de entrada, por pequeño de tamaño y corto de edad, hemos dado por sentado que tiene reducida su capacidad de comprensión y desconoce el idioma materno.

Es cierto que algo de eso hay, es obvio. Cuando nace un niño… tiene todo por delante para aprender. Una tarea ingente y descomunal que, a veces los adultos, más que ayudarles y facilitarles el aprendizaje, se lo complicamos… aunque sea en un intento de lo contrario. Me refiero sobre todo al tema del lenguaje. Creo que nadie nos hemos librado, yo al menos no lo he conseguido ni con mis hijos y ni con mis sobrinos, ni aún siendo consciente  del error que estaba cometiendo.

Como suele pasar, con mucha frecuencia, necesité que alguien ajeno a mi círculo de familiares o amigos viniera a ponerme en mi sitio y a mostrarme que, pequeño y joven no es sinónimo de lelo e ignorante. Fue el  caso de una niña que me hizo reír, a toro pasado por supuesto, por mi torpeza y, me enseñó con su inteligencia y espontaneidad el valor de respetar a las personas sin fijarme en edades ni tamaños.

María comenzaba ese año el colegio. Aquel iba a ser su primer día de clase. La conocía desde su nacimiento porque su padre y sus abuelos eran nuestros vecinos. Al verla esa mañana, tan peripuesta, tan contenta… dirigiéndose al cole de la mano de su madre, no pude por menos de pararme a saludarla y elogiarla de forma bastante infantil: “Pero, ¿nonne vas tan boniiiita?, ¿ya vas al coooole?...”. María escuchó mis cuchufletas  educada y pacientemente sin decir palabra y sin dejar de mirarme. Cuando callé, y ella consideró que no iba a seguir con mi ridícula perorata, muy tranquila y sin perder la calma, se volvió hacia su madre y le preguntó: “Mamá, ¿qué le pasa a esta señora?, ¿es un poco tontita…?...” Os doy permiso para reíros.

Ya lo dice el aforismo griego:”Vino y niños son verdad”. ¡Y tan verdad! Os podéis imaginar en aquel momento la tensión que se generó. La madre enrojeció y enmudeció. Pero, no menos que yo… Casi me siento en el suelo de “puritita vergüenza” porque, encima, por si hablar como una “lela” ya fue un poco degradante, me descubrí, ¡¡agachada!! en un gesto en el que creí deferencia hacia mi pequeña interlocutora y que, en el fondo, era todo lo contrario: la muestra de mi superioridad como adulto.

No os describo más el momento y os lo dejo para que lo visualicéis, os regodeéis en vuestra imaginación y os riais a capricho y placer. A mí, en aquel momento…, aunque salí airosa con una carcajada… no me sentó bien. Pero fue una gran lección que, no he olvidado a pesar de que hayan pasado más de 20 años.

Ahora, cuando me acerco a algún niño, por pequeño que sea, procuro hacerlo con cuidado y respeto. Le saludo con educación y, por si acaso, espero que sea él quien dé el primer paso. Lo hago por miedo, ¡no os vayáis a pensar otra cosa! no vaya a ser que, de una boca tan pequeña vuelva a salir otra verdad tan grande como para dejarme sentada de nuevo en el suelo como María.


Supe, tiempo después, que María era una niña de altas capacidades y decir verdades como puños, sin ningún pudor ni miramiento, forma parte de la personalidad de estos chicos para orgullo y enrojecimiento de sus padres, como en este caso. No es para justificarme sino para reincidir en la necesidad del respeto hacia el niño. Nunca se sabe qué genio tenemos delante.

viernes, 13 de octubre de 2017

Palabras sucias

A medida que va pasando el tiempo y me voy haciendo mayor, me hago más consciente de lo maravilloso y rico que puede llegar a ser nuestro idioma. Tiene palabras para todos los gustos. Ya sé que para los académicos, profesores y maestros existe ya una clasificación muy antigua  que las agrupan según la función que realizan dentro de una oración y así les dan diferentes nombres como: sustantivos, verbos, adverbios, adjetivos, pronombres, determinantes…. Etc. 

Yo he descubierto el valor de esta clasificación con el tiempo, no cuando me la explicaban en el colegio que me parecía una tarea pesada aburrida y sin sentido. A base de escuchar el uso que las diferentes personas hacen de cada una de ellas, de pensar en lo que se ha dicho y de reflexionar en los distintos significados  que se pueden generar con un sólo cambio de orden, he descubierto la lógica de la clasificación que antaño me pareció tan absurda.  

Ahora  bien, a mí se me antoja dejar un momento de lado esa clasificación tan lógica y hacer una más personal. Ya os he contado que existen palabras impertinentes, palabras rebeldes que se escapan, palabras silenciosas, palabras invisibles… Si sigo pensando y dejándome llevar,  soy capaz de oler alguna de ellas, de dejarme acariciar por las más cariñosas… y de esbozar una mueca de asco y repugnancia con otras. A éstas últimas es a las que quiero dedicar la reflexión de esta mañana.

Las palabras en sí mismas… son palabras sin más, y desde aquí, es más que buena la clasificación de los textos escolares. De alguna manera hay que ordenarlas para que todos las encontremos cuando hay necesidad de ellas. Esto es como el orden de mi casa: si todos conocemos el orden establecido de los espacios y de los armarios… encontramos enseguida lo que buscamos. Otra cosa es ya el orden que cada cual quiera poner en sus espacios y lugares particulares… Lo mismo pasa con las palabras, cuando salen del diccionario para ser usadas… ya llevan nuestro sello particular  y ni la RAE ni los libros de lengua española se hacen responsables  del uso que nosotros podamos hacer de ellas.

Las palabras se manchan o se limpian, crecen o merman, son populares o se desfasan… según la forma, el modo y  la cantidad de veces que las usemos. Y, claro,  así, hay palabras que aún no habiendo sido pensadas ni siquiera para nombrar algo que oliera, supiera… mal, terminan siendo “palabras sucias”. No, no os vayáis a pensar que me refiero a todas esas palabra que hacen reír tanto a los niños como pis, caca o pedo. O las relacionadas con el sexo a los adolescentes: pene, vulva, tetas… Ni siquiera me refiero a los tan desprestigiados tacos…  Estas de suciedad no tienen nada de nada. Son palabras a quien el destino gramatical les ha asignado eso, como a mí la naturaleza me ha obsequiado con una nariz grande. 

Son palabras que, muy a su pesar, salen del diccionario y de la clasificación general para ser usadas con fines poco claros, un tanto dudosos y que generan confusión, inseguridad, duda, miedo… Como los transgénicos, están tratadas con sustancias emotivas que modifican  su significado en la oración, perdiendo con ello todas sus funciones originales y… cuando se pronuncian…: “ALGUIEN ha dicho, ALGUIEN ha hecho, han cogido a UNOS, TODOS sabemos…, de TODOS es sabido, ¿sabes UNA cosa…?”… cuando se dicen empiezan a generar cierto tufillo apenas imperceptible al principio que termina apestando. Siembran la sospecha y la suspicacia y alejan a las personas.

Y es que, hay personas especialmente habilidosas en el uso apestoso de estas palabras. Son como serpientes, te van envolviendo despacio con su siseo… hasta que dejan bien sembrada la semilla del odio y el rencor en tu interior. Viene, las depositan como hojas invisibles que trae el viento y… ellos se van como si nada hubiera ocurrido, crecidos y orgullosos de sí mismos creyendo haberte hecho un favor con “su información”.  Tú te quedas, sin saber a qué ha venido todo aquello y, tu cordura te dirá que, la buena persona que te ha asaltado con su verborrea estaba enferma o loca. Tú no notas nada aún  pero… ya estás infectado.

¿Que si existe vacuna para este virus de las palabras sucias? Por supuesto, “los filtros auditivos” que se inyectan en el sentido común e impiden que nos dejemos llevar por lo primero que llegue a nuestros oídos.

viernes, 6 de octubre de 2017

Ortografía social

No necesito conectar el televisor o leer los periódicos para saber qué se guisa por el mundo, de hecho, me sobra y me basta con un noticiario diario y un periódico semanal o quincenal, para darme cuenta de la barbarie, cada vez más calentita, en la que anda metida esta gran bola…. No hay sección, ni en unos ni en otros, que se libre de esta vorágine de locura… bueno la de “El tiempo” y eso si nos olvidamos de las consecuencias nefastas que traen algunos agentes meteorológicos pero, como sección informativa… es la más aséptica.

Y no necesito verlos, porque lo veo cada día en el barrio, en el pueblo, en la fila de la frutería o en la cola del banco.  La cotidianeidad contiene ya tal cantidad de violencia que, añadir una gota más, sólo me llevaría a un estado de crispación e impotencia de la que prefiero mantenerme alejada. Me duele descubrir y escuchar esas pequeñas agresiones, casi invisibles, que otros ejercen sobre mí y, a mi vez, que yo debo de  ejercer sobre otros. Esas pequeñas violencias, casi inadvertidas que inquietan nuestro semblante y muchas veces no logramos ni identificar… Esas que se nos pegan sigilosas en el alma… como lapas y, a base de unirse unas a otras, van  generando un enorme costrón, de peso indefinido, que sepulta nuestro talante al fondo de una coraza.

Llegar, llegan, como quien no quiere la cosa, silenciosas y de una en una. Para cuando te quieres dar cuenta de que estás infectada de violencia, tu rostro ya resulta irreconocible hasta para ti mismo: un rictus de tensa alerta endurece tus facciones permanentemente y tus ojos se salen de las órbitas, a fuerza de  escrutar la cotidianidad, para protegerte del sopapo que te va a llegar en cualquier momento, sin habértelo comido ni guisado. Para entonces, para cuando te das cuenta de tu infección, ya has contagiado a medio barrio con tu  intento, como los demás, de colarte en alguna tienda; has lanzado frases lapidarias por el puro placer de quedarte a gusto sin importar a quién dañaras; has ignorado, con tu aire de superioridad, a los que tenías al lado… generando pequeñas violencias, que se quedan flotando en el aire como los virus de la gripe.
 Generamos violencia con tanta facilidad que… muchas veces ni siquiera somos  conscientes de que lo hacemos. Y nos hemos habituado a ella, hemos perdido la sensibilidad, de tal manera, que no somos capaces de reconocerla, a no ser que llegue en grados desmesurados. La violencia se disfraza con palabras que abofetean sin dejar huellas, con silencios que te empujan a la soledad, con caricias que levantan ampollas… pero de esas violencias no se habla porque no las vemos,  porque no están calificadas con un adjetivo que las eleve a la categoría de ser atendidas…  Tenemos que reinventarnos las palabras o adjetivarlas para recuperar el concepto de violencia, tan viejo y doloroso como la humanidad misma.

Quitar las lapas que generan nuestras corazas no es nada fácil. Hay que  pasar por el escáner de la honradez, de esto andamos cada vez más escasos, buscar e identificar en nuestro interior, como con un microscopio de laboratorio, e irlas quitando con precisión quirúrgica, igual que se pegaron: de una en una. Es un trabajo lento y laborioso, no exento de dolor pero, con un postoperatorio muy gratificante.

Me viene a la memoria una “anécdota”, (y no tengo nada que ver con Lolita Flores),  de hace años, digamos que bastantes, cuando todavía iba al colegio: Con motivo de la visita de un miembro de una ONG,  solidaria con algo relacionado con la infancia, en  clase nos pusieron aquel día como deberes escribir una redacción precisamente con ese tema. No recuerdo muy bien cómo fue mi escrito pero el tema lo centré en “los niños abandonados” (otra forma de violencia). Por ende, en mi redacción aparecía la palabra “abandono”, y todas sus derivaciones, muchas veces pero… todas escritas primorosamente con V. La profesora, después de corregir todos los trabajos me llamó aparte y, tras felicitarme por la excelencia del contenido de mi tarea me dijo: ”…y además sepa usted señorita que el abandono de un niño es algo tan terrible que hasta se escribe con B”.

Desde esta forma social de aprender ortografía, y vista la incrustación que la violencia tiene en la sociedad y el empeño que tenemos en ponerle calificativos para hacerla visible unas veces, otras para distinguirla y algunas incluso hasta para distanciarnos, bien podría decirse que “violencia” debería de escribirse con “b” pero, no con esta pequeñita, con la grande, con “B” mayúscula, que se vea bien, y me atrevería a pedirle al gramático que representa esta letra en la RAE, que hiciera el favor de incorporar a su gran lista de palabras esta nueva violencia con “B” : “Biolencia: la violencia que nadie ve pero que es real”.


Como agresora y perceptora de agresión reconozco el sufrimiento que ambas posiciones generan. Pero, si no hacemos un ejercicio de visualización y sanación personal e interna… de las “microviolencias” cotidianas… todas las luchas por erradicar la violencia serán inútiles lleven el nombre que lleven.