A
todos nos ha pasado alguna vez que, al encontrarnos con un bebé (considero bebé
a aquellos con edades comprendidas entre 0 y 3 años) y dirigirnos a él, inconscientemente, hemos cambiado el tono de
voz y distorsionado y alargado las palabras, en un intento pueril de hacernos
entender mejor por ese personajillo que, de entrada, por pequeño de tamaño y
corto de edad, hemos dado por sentado que tiene reducida su capacidad de
comprensión y desconoce el idioma materno.
Es
cierto que algo de eso hay, es obvio. Cuando nace un niño… tiene todo por
delante para aprender. Una tarea ingente y descomunal que, a veces los adultos,
más que ayudarles y facilitarles el aprendizaje, se lo complicamos… aunque sea
en un intento de lo contrario. Me refiero sobre todo al tema del lenguaje. Creo
que nadie nos hemos librado, yo al menos no lo he conseguido ni con mis hijos y
ni con mis sobrinos, ni aún siendo consciente del error que estaba cometiendo.
Como
suele pasar, con mucha frecuencia, necesité que alguien ajeno a mi círculo de
familiares o amigos viniera a ponerme en mi sitio y a mostrarme que, pequeño y
joven no es sinónimo de lelo e ignorante. Fue el caso de una niña que me hizo reír, a toro
pasado por supuesto, por mi torpeza y, me enseñó con su inteligencia y
espontaneidad el valor de respetar a las personas sin fijarme en edades ni
tamaños.
María
comenzaba ese año el colegio. Aquel iba a ser su primer día de clase. La conocía
desde su nacimiento porque su padre y sus abuelos eran nuestros vecinos. Al
verla esa mañana, tan peripuesta, tan contenta… dirigiéndose al cole de la mano
de su madre, no pude por menos de pararme a saludarla y elogiarla de forma
bastante infantil: “Pero, ¿nonne vas tan boniiiita?, ¿ya vas al coooole?...”.
María escuchó mis cuchufletas educada y pacientemente
sin decir palabra y sin dejar de mirarme. Cuando callé, y ella consideró que no
iba a seguir con mi ridícula perorata, muy tranquila y sin perder la calma, se
volvió hacia su madre y le preguntó: “Mamá, ¿qué le pasa a esta señora?, ¿es un
poco tontita…?...” Os doy permiso para reíros.
Ya
lo dice el aforismo griego:”Vino y niños son verdad”. ¡Y tan verdad! Os podéis
imaginar en aquel momento la tensión que se generó. La madre enrojeció y
enmudeció. Pero, no menos que yo… Casi me siento en el suelo de “puritita vergüenza”
porque, encima, por si hablar como una “lela” ya fue un poco degradante, me
descubrí, ¡¡agachada!! en un gesto en el que creí deferencia hacia mi pequeña
interlocutora y que, en el fondo, era todo lo contrario: la muestra de mi
superioridad como adulto.
No
os describo más el momento y os lo dejo para que lo visualicéis, os regodeéis
en vuestra imaginación y os riais a capricho y placer. A mí, en aquel momento…,
aunque salí airosa con una carcajada… no me sentó bien. Pero fue una gran
lección que, no he olvidado a pesar de que hayan pasado más de 20 años.
Ahora,
cuando me acerco a algún niño, por pequeño que sea, procuro hacerlo con cuidado
y respeto. Le saludo con educación y, por si acaso, espero que sea él quien dé
el primer paso. Lo hago por miedo, ¡no os vayáis a pensar otra cosa! no vaya a
ser que, de una boca tan pequeña vuelva a salir otra verdad tan grande como
para dejarme sentada de nuevo en el suelo como María.
Supe,
tiempo después, que María era una niña de altas capacidades y decir verdades
como puños, sin ningún pudor ni miramiento, forma parte de la personalidad de
estos chicos para orgullo y enrojecimiento de sus padres, como en este caso. No
es para justificarme sino para reincidir en la necesidad del respeto hacia el
niño. Nunca se sabe qué genio tenemos delante.
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