No
necesito conectar el televisor o leer los periódicos para saber qué se guisa
por el mundo, de hecho, me sobra y me basta con un noticiario diario y un
periódico semanal o quincenal, para darme cuenta de la barbarie, cada vez más
calentita, en la que anda metida esta gran bola…. No hay sección, ni en unos ni
en otros, que se libre de esta vorágine de locura… bueno la de “El tiempo” y
eso si nos olvidamos de las consecuencias nefastas que traen algunos agentes
meteorológicos pero, como sección informativa… es la más aséptica.
Y no
necesito verlos, porque lo veo cada día en el barrio, en el pueblo, en la fila
de la frutería o en la cola del banco. La
cotidianeidad contiene ya tal cantidad de violencia que, añadir una gota más,
sólo me llevaría a un estado de crispación e impotencia de la que prefiero
mantenerme alejada. Me duele descubrir y escuchar esas pequeñas agresiones,
casi invisibles, que otros ejercen sobre mí y, a mi vez, que yo debo de ejercer sobre otros. Esas pequeñas violencias,
casi inadvertidas que inquietan nuestro semblante y muchas veces no logramos ni
identificar… Esas que se nos pegan sigilosas en el alma… como lapas y, a base
de unirse unas a otras, van generando un
enorme costrón, de peso indefinido, que sepulta nuestro talante al fondo de una
coraza.
Llegar,
llegan, como quien no quiere la cosa, silenciosas y de una en una. Para cuando
te quieres dar cuenta de que estás infectada de violencia, tu rostro ya resulta
irreconocible hasta para ti mismo: un rictus de tensa alerta endurece tus
facciones permanentemente y tus ojos se salen de las órbitas, a fuerza de escrutar la cotidianidad, para protegerte del
sopapo que te va a llegar en cualquier momento, sin habértelo comido ni
guisado. Para entonces, para cuando te das cuenta de tu infección, ya has
contagiado a medio barrio con tu intento,
como los demás, de colarte en alguna tienda; has lanzado frases lapidarias por
el puro placer de quedarte a gusto sin importar a quién dañaras; has ignorado,
con tu aire de superioridad, a los que tenías al lado… generando pequeñas
violencias, que se quedan flotando en el aire como los virus de la gripe.
Generamos violencia con tanta facilidad que… muchas
veces ni siquiera somos conscientes de que
lo hacemos. Y nos hemos habituado a ella, hemos perdido la sensibilidad, de tal
manera, que no somos capaces de reconocerla, a no ser que llegue en grados
desmesurados. La violencia se disfraza con palabras que abofetean sin dejar
huellas, con silencios que te empujan a la soledad, con caricias que levantan
ampollas… pero de esas violencias no se habla porque no las vemos, porque no están calificadas con un adjetivo
que las eleve a la categoría de ser atendidas…
Tenemos que reinventarnos las palabras o adjetivarlas para recuperar el
concepto de violencia, tan viejo y doloroso como la humanidad misma.
Quitar
las lapas que generan nuestras corazas no es nada fácil. Hay que pasar por el escáner de la honradez, de esto
andamos cada vez más escasos, buscar e identificar en nuestro interior, como
con un microscopio de laboratorio, e irlas quitando con precisión quirúrgica,
igual que se pegaron: de una en una. Es un trabajo lento y laborioso, no exento
de dolor pero, con un postoperatorio muy gratificante.
Me
viene a la memoria una “anécdota”, (y no tengo nada que ver con Lolita Flores),
de hace años, digamos que bastantes, cuando
todavía iba al colegio: Con motivo de la visita de un miembro de una ONG, solidaria con algo relacionado con la
infancia, en clase nos pusieron aquel
día como deberes escribir una redacción precisamente con ese tema. No recuerdo
muy bien cómo fue mi escrito pero el tema lo centré en “los niños abandonados” (otra
forma de violencia). Por ende, en mi redacción aparecía la palabra “abandono”,
y todas sus derivaciones, muchas veces pero… todas escritas primorosamente con
V. La profesora, después de corregir todos los trabajos me llamó aparte y, tras
felicitarme por la excelencia del contenido de mi tarea me dijo: ”…y además sepa
usted señorita que el abandono de un niño es algo tan terrible que hasta se
escribe con B”.
Desde
esta forma social de aprender ortografía, y vista la incrustación que la violencia
tiene en la sociedad y el empeño que tenemos en ponerle calificativos para hacerla
visible unas veces, otras para distinguirla y algunas incluso hasta para
distanciarnos, bien podría decirse que “violencia” debería de escribirse con
“b” pero, no con esta pequeñita, con la grande, con “B” mayúscula, que se vea
bien, y me atrevería a pedirle al gramático que representa esta letra en la
RAE, que hiciera el favor de incorporar a su gran lista de palabras esta nueva
violencia con “B” : “Biolencia: la violencia que nadie ve pero que es real”.
Como
agresora y perceptora de agresión reconozco el sufrimiento que ambas posiciones
generan. Pero, si no hacemos un ejercicio de visualización y sanación personal
e interna… de las “microviolencias” cotidianas… todas las luchas por erradicar
la violencia serán inútiles lleven el nombre que lleven.
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