viernes, 20 de abril de 2018

Amistades fantasma

Me considero una persona afortunada y privilegiada: en mi entorno más cercano aún conservo un buen puñado de familiares y amigos, de esos que se sientan a una mesa para algo más que atiborrarse de las últimas exquisiteces sugeridas por los “realitys” de cocina. Un buen número de entrañables amigos capaces de prolongar, con su profunda y sincera conversación, una sobremesa más allá de las últimas chorradas que circulan por Facebook. Unas cuantas personas de mirar honesto que te acogen con los ojos cuando les hablas y te sienten en el corazón cuando te escuchan. De esos pocos de los que, cuando están contigo… “están contigo” que se desconectan del mundo para prestarte toda su atención. Sé que es así porque lo veo,  porque, previo a sentarnos a la mesa, apagan sus móviles, que se pierden en el fondo de los bolsos o se van con sus abrigos al perchero, sin que aparezcan en toda la velada sobre la mesa, como si de un fantasmagórico comensal se tratase… 

Son amigos con los que no te da miedo desnudar el alma porque, desnuda te muestran la suya… y, ante un gesto tan grande de honestidad, es imposible mantener un rincón  oscuro. Tu alma sale sin querer en busca de aquello que se le está ofreciendo y de lo que tan necesitada se encuentra. 

Me vienen a la cabeza cantidad de lugares… hermosos sobre todo, por la infinidad de recuerdos y sentimientos que llevan  aparejados: Santander, Segovia, Zaragoza, Palencia… Apenas conozco esas ciudades, quizás incluso me perdiera por sus calles. También afloran otros más humildes y chiquitos sin más arte ni historia que la que cada uno quiera darle… el patio de Luis y Cande, el porche de Eva… Sin embargo, en todos esos sitios he tenido la oportunidad y suerte de haber estado en varias ocasiones. Poco recuerdo de su arquitectura, de su arte o gastronomía… Nada tengo que dé testimonio visual o táctil de mi paso por todos esos sitios  que pueda mostraros. Sin embargo,  mi corazón y mi alma sí recuerdan emociones vividas que deslumbran como joyas: mi piel aún conserva el sabor salado de un abrazo de impotencia en Segovia, el corazón sigue sintiendo la sonoridad de una carcajada en Palencia, aún sigue vivo el calor de la acogida en la casita de la playa en Santander…

Sí, no me puedo quejar. Soy una mujer afortunada y rica: aunque va pasando el tiempo, han ido quedado un buen puñado de personas con las que la conversación fluye como si todo hubiese ocurrido ayer. Con  ellos, el tiempo y la distancia, no ha hecho sino acrecentar la intensidad de la relación…

Y todo esto, en el fondo, no es otra cosa que un canto al tiempo, a su disponibilidad, a los momentos que dedicamos a los demás, a su calidad, a su intensidad… El tiempo  que es el que hace que todo SEA, mientras que su ausencia destruye o no deja ser, que es lo mismo.

Ya tengo edad como para haber acumulado la suficiente historia que me sirva de auto reflexión y tengo que decir que, en mis cincuenta años, después de haber viajado y conocido buena parte de mi país y algunos cachitos de otros; después de haber visitado grandes catedrales e imponentes museos; subido montañas y explorado alguna que otra cueva… los lugares que mejor recuerdo son aquellos que visité en buena compañía y a los que les regale´ tiempo para que se fueran acomodando en el interior. Y ahí han quedado en forma de sensación indeleble, con nombres propios de personas…

Y, siento una gran inquietud al ver cómo esta falta de tiempo, cada vez  más notoria, genera un montón de carencias afectivas, de madurez… en las nuevas generaciones y que, a su vez, conlleva una insatisfacción generalizada… Veo a mis hijos, absorbidos por el “TODO-YA-Y-RÁPIDO” tan preocupados como están en acumular pertenencias y miles de amistades fantasmas…”, privarse de estas posibilidades de atesorar encuentros que es lo único que perdura.

Quisiera poder dejar a mis hijos, como la mejor de las herencias, el hábito de sentarse a charlar, escuchar y compartir. El  gran tesoro de acumular vivencias y recuerdos…

miércoles, 4 de abril de 2018

Así nació un músico

No es lo mismo haber nacido y haber vivido en una ciudad, que haber nacido y vivido en un pueblo. De la misma manera que, no es lo mismo haber nacido y vivido en un pueblo que, haberlo hecho en una aldea. Tampoco lo es haber nacido en una familia o en otra… El dónde es un factor muy importante a la hora de determinar qué seremos en el futuro. Las condiciones ambientales y el entorno, son la base de un buen despertar. No podemos aprender aquello que nunca hemos visto, o aquello de lo que nunca hemos oído hablar. Necesitamos al menos que alguien, aunque sea de forma muy rudimentaria, nos ponga en camino.

Eso creo que fue lo que le ocurrió a mi tío. La aldea en la que nació no daba para mucho más. Muchos recursos naturales, eso sí : la montaña, los árboles, los pájaros, el viento, el sol… de todo eso dio buena cuenta desde la más tierna infancia y sus sentidos se acostumbraron, enseguida, a distinguir el canto del jilguero del canto del canario, el viento que trae calor del que arrastra la lluvia… tampoco pasaron desapercibidos los terroríficos sonidos nocturnos que para él sonaban como nanas: El ulular del búho que sale de caza, el ratón que revuelve la hojarasca… todos ellos formaban parte de su repertorio sonoro y habían colaborado al desarrollo de una agudeza auditiva capaz de distinguir los sonidos más  sutiles del entorno.

Como cualquier niño de campo, que carece de otros entretenimientos más sofisticados, al menos en aquella época, pronto descubrió la capacidad y posibilidad de la imitación. Enseguida se dio cuenta de que podía repetir con su boca, silbando, muchos de aquellos sonidos con una exactitud tan asombrosa que atraía a los individuos propios de la especie que imitaba.

El abuelo, aunque hombre rudo de campo y sin ningún tipo de formación académica, (apenas sabía leer),  notó, con cierta prontitud, que aquello que su hijo hacía tenía algo que ver con un don. Y la curiosidad de ver “que pasaría si”, propia de cualquier ser humano, le llevó, una de esas escasas tardes de ocio, a tomar de la mano a mi tío y caminar hasta la chopera. Allí el abuelo sacó la navaja que siempre llevaba en el bolsillo y, con mucha tranquilidad, sin prisas, le fue mostrando cómo hacer un “chiflito” con la rama tierna de un chopo.

Sólo fue necesario un rudimentario silbato para despertar en la mente de mi tío la cantidad de posibilidades que aquello le abría. A partir de aquel tosco instrumento, fue construyendo otros cada vez más precisos a los que fue incorporando longitud y agujeros… y, se construyó sus primeras flautas… dejando muchas astillas y virutas  y, de cuando en cuando, un trocito de piel que la navaja no perdonaba.

Cuando mis abuelos decidieron llevarle a la ciudad a un internado para que estudiara, el germen de la música ya estaba bien arraigado y, los cantos de la oración de la mañana, de la misa y las vísperas de la tarde con los frailes, lo que  hicieron fue aumentar sus conocimientos y agrandar el deseo de seguir aprendiendo y tocando. Cuando esto había ocurrido, ya habían pasado los mejores años de aprendizaje y, todavía tuvo que esperar unos pocos más hasta que consiguió ahorrar para comprarse su primer instrumento: Aquella flauta travesera cuyo sonido armonizaba a la perfección con  la música que nacía en el valle.

Mi tío llegó a ser músico y, tocando y enseñando, consiguió vivir, aunque humildemente, de la música. Quizás si no hubiera nacido en una aldea, si no hubiera pertenecido a una familia humilde… quizás… No es lo mismo…

Pero también gracias a una mente observadora y abierta y a un “chiflito” de madera nació jugando y sin querer, sin querer… UN MÚSICO.