Sabía
lo que quería hacer pero, no tenía claro
qué era lo que iba a comprar en cuanto a tipo de materiales, ni conocía su
nombre por lo que decidí acercarme a la tienda a primera hora de la mañana para
evitar, con mis dudas e inseguridades, entorpecer las ventas de la tienda y
generar un tapón de clientes nerviosos. Me había levantado de buen humor,
aviado la casa y preparado la comida. Iba a dedicar el resto de la mañana a mi
pasatiempo favorito para lo que necesitaba ese par de cosillas que me disponía
a comprar.
Llegué
a la tienda a la hora justa. Ni tarde ni temprano. A las diez en punto, cuando
abre todo el mundo. Me tocó esperar pero no me importó y dediqué esos minutos
de espera a ensayar una sonrisa para regalar a la persona que me atendiera.
Entró en la tienda como una saeta. Apenas me dio tiempo de verla hasta que la tuve
delante. Casi que me asustó por lo repentino y… por la cara que traía. Me tragué
la ensayada sonrisa y en un intento de disimular mi contrariedad logré balbucir
un tembloroso “buenos días”.
Me
recompuse interiormente del shock inicial e intenté actuar con naturalidad, si
es que aquel rostro de cejas convergentes, labios contraídos y mirada lacerante me lo permitían. El tiempo
siempre es buen tema para romper el hielo, pensé con rapidez intentando dar un
giro a la situación y, puesto que ese día las temperaturas, ciertamente, habían
descendido unos cuantos grados… ¡zás… allá que me fui!: “¿Ha refrescado hoy?
¿Verdad? Esta mañana me asomé a la ventana, vi el solillo y… me quedé corta con
la ropa. Se me están helando las patuquillas”…
Con
la cabeza metida entre los hombros como un buitre arrecido y la espalda
encorvada como el Jorobado de Notre Dame, la dueña de la tienda giró
cuidadosamente la cabeza hacia mí y, sin más aviso que el que mi instinto de supervivencia me dictaba
con la erección del vello de los brazos, como dardos, me lanzó sus aceradas palabras:”No
hace falta madrugar tanto para estas tontadas”. Me tragué mi simpatía hecha una
bola que, esta vez, se quedó enquistada debajo de la garganta. A la pregunta
seca y cortante que sobrevino después…:”¡¿qué
quieres?!” que más parecía una bofetada... ya no fui capaz de responderla nada más que con monosílabos:
Yo…, esto…, quería.., una cosa…
Si
en principio ya llevaba inseguridad porque no sabía con certeza el nombre de lo
que quería comprar… aquello me descompuso de tal manera que ya no di pie con
bola. Procuré respirar en profundidad para recuperar la compostura y para ello,
me distraje buscando en el bolso el papel donde tenía el croquis de mi
mini-proyecto y las anotaciones con el material necesario. Fui consciente del
temblor de las manos, del abandono de las traidoras palabras y la esquiva
sintaxis… e incapaz de hacerme entender.
La
“buena señora” lejos de percatarse del ambiente que había generado y sin ningún
miramiento me lanzó la última estocada, que aunque no fue mortal, me dejó muy
tocada: “Si no sabes explicarte ¿cómo demonios quieres que te entienda?”.
Aquellas palabras me resbalaron por el rostro como esputos y tuve que
esforzarme para contener las lágrimas que se agolpaban de impotencia y
humillación.
Sí,
hay personas que son como apisonadoras: allí por donde pasan machacan todo lo
que se encuentran a su paso sin darse cuenta. Si, además, tienen un mal día, se
han levantado con mal pie o simplemente la temperatura ha descendido unos
grados… procura no estar en el radio de su influencia porque, se piensan que
todo el mundo, al igual que ellos, son “maquinaria pesada” capaces de soportar
cualquier inclemencia. Y así, ingenuamente,
arremeten sin ningún pudor y con tranquilidad contra todo lo que se
mueve…
Cuando
por fin pareció que nos habíamos
entendido, el destino quiso darme un respiro en medio de aquel vendaval escondiendo
los materiales que necesitaba en el fondo del almacén. Mientras la huraña
propietaria rebuscaba entre las pilas de cajas, tuve tiempo suficiente para
controlar las emociones y evitar que se produjese una hecatombe.
No
me gusta que me maltraten. A nadie le gusta. Y aquella señora llevaba todo el
tiempo agrediéndome desde que había llegado sin haberle dado ningún motivo. El momento
de calma que la búsqueda proporcionó, me llevó a tomar un poco de distancia de
aquellas bofetadas lingüísticas e icónicas y pensar que,
aquel armazón metálico debería tener algún resquicio de humanidad.
Con
todas las cosas ya en la mano, a punto de salir de la tienda, muy recuperada
del sobresalto, me la quedé mirando y con afabilidad le dije mientras le ponía la mano sobre el
brazo: “Deberías de ponerte una chaqueta o una bata porque se te ve encogida y
constreñida del frio que tienes”. Ella simplemente estiró la frente, abrió los
ojos sorprendida… y tembló como
chatarrilla.
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