Mi
padre no hablaba mucho. Tampoco lo necesitaba. Todos entendíamos a la
perfección su lenguaje. Siempre había sido así.
Antes
de que llegase mi madre, e incluso antes de que lo hiciera mi abuela, la mujer
entendía, obedecía y se adelantaba a las necesidades del hombre. Mi abuelo no
fue hombre de grandes discursos, se lo oí decir a mi abuela y, ese mismo
silencio, más que heredarlo, mi padre lo aprendió pronto y a la perfección. ¡Como no podía ser de otro modo!
Yo
entonces era muy pequeña y no entendía mucho, pero escuchaba y, sobre todo,
observaba. Era una niña… era mi cometido,
aún sin saberlo. Siempre me preguntaba cómo sabría mi madre lo que quería mi
padre si nunca lo decía. Pronto aprendí a interpretar. Descubrí que mi padre tenía
un rico conjunto de gestos que mi madre conocía y a los que se apresuraba a dar
respuesta: si mi padre tocaba con el dedo el borde del vaso… eso significaba
que quería más vino; si movía ligeramente el plato hacia adelante… eso era que
no quería comer más. Y mi madre leía aquellas órdenes y obedecía… servía,
retiraba. Me gané una sonrisa, gesto de aprobación, el día que me adelanté a mi
madre y le traje las zapatillas…
Del mismo modo ocurría con sus escasas
palabras: frases muy cortas, a veces, incluso, una sola palabra que, en la
mente de mi madre, se debían de traducir como todo un discurso, por la gran
actividad que su pronunciación conllevaba en los trajines que venían a
continuación. “Mañana bajo a la feria” era uno de los
discursos más largo que se solía repetir una vez al mes, más o menos, y que
desencadenaba, en casa, casi una hecatombe: lavar y planchar la ropa, calentar
agua para el baño, preparar comidas…
Me
costó mucho descubrir cómo sabía mi madre que mi padre estaba de regreso. Yo
había observado que, unos minutos antes de que mi padre se hiciera presente en
la casa, mi madre echaba agua caliente en la palangana. Eso indicaba que estaba
llegando. Salía corriendo a la puerta y, efectivamente, le veía aparecer por
delante de la peña Moña. - “Maite, trae la palangana que voy a prepararle el
agua a tu padre”, me pidió mi madre una tarde. - ¿y tú cómo sabes que viene
padre? Mi madre, a la fuerza parca en
palabras, me dijo: “mañana siéntate en el poyo y presta atención”. Así lo hice… ¡¡¡un silbido!!! Mi padre dio un
largo e intenso silbido al llegar a la peña y en unos segundos vi aparecer su
cabeza en el horizonte. ¡Eso era!
¡Juegos
de niña que me divirtieron hasta que llegué a la pubertad! A partir de aquí, ya
no quería que mi vida se redujese a interpretar los gestos de un hombre y
obedecerlos con rapidez y sumisión. Puse la vista detrás de la peña Moña donde
sabía que había todo un mundo por descubrir, miles de palabras que pronunciar y
cientos de gestos que interpretar totalmente distintos a los de mi padre, mi abuelo,
mi tatarabuelo…
“Mañana
a las siete te esperan en la casona”. Dijo aquel día. Sin más. Estaba todo más
que dicho. Vi a mi madre girarse para que no la viéramos llorar. Ni eso se le
permitía. Nunca supe si las lágrimas salieron por tristeza, liberación, o las
dos cosas. Se dirigió, sin mediar palabra a la habitación y del viejo arcón
sacó una maleta vieja que nunca había visto. La dejé hacer. Acto seguido, entró
en mi habitación y comenzó a sacar del armario mis mejores ropas y a meterlas
en la maleta. A mí se me rompía el corazón y supe que el suyo también estaba
roto cuando, a escondidas con el mayor secreto, puso en mis manos una especie
de bolsilla de tela con algo dentro, que adiviné era dinero. Por un instante
nuestras miradas se cruzaron y los largos años de interpretación se
concentraron en aquel instante para hablar de todo lo que hasta ese momento no
hubo necesidad de decir: amor, dolor, esperanza…
A
todas esas mujeres que aún viven sometidas al lenguaje de la interpretación, que
aprendieron a mirar con sus padres, escucharon los gestos de sus maridos y
ahora, sin querer y tristemente, leen los de sus hijos… con la esperanza, de un
día, poder oír su voz.
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