Recientemente mi marido y yo
fuimos a visitar a unos amigos que tienen dos niños, uno de siete años y otro
de tres. Hacía tiempo que no quedábamos y, un encuentro fortuito en la calle
hizo que retomáramos la relación. Como sus hijos eran bastante más pequeños que
los nuestros decidimos reencontrarnos en su casa, por aquello de mantener las
rutinas y demás.
Recordaba perfectamente la
vivienda de esta pareja de cuando estábamos todos recién casados: el orden, la
elegancia, los espacios libres… todo indicaba armonía y equilibrio. Por lo que
esperaba volver a encontrarme con aquel espacio de sosiego. No contaba yo con
que dos churumbeles fueran capaces de acabar, drásticamente, con un ambiente
tan oriental. Casi se me escapa una exclamación, de sorpresa e incredulidad, al
contemplar aquel salón tan repleto de telares infantiles que no dejaba espacio
ni para el aire.
De mi boca no salió ni una
palabra pero mi cara… debió de ser menos discreta porque, acto seguido, escuché
una retahíla de justificaciones, pedagógico-psicológico-didácticas, que me
dejaron más abrumada todavía. ¡Santo Dios!... en mi vida había visto y
escuchado tanta… ¿cómo se llama esto?… Tengo dos hijos, uno adolescente y otro
a las puertas de serlo. Vivimos en un piso pequeño con dos habitaciones. Cada
uno tenemos nuestro espacio y están los espacios comunes. Nadie invade
permanentemente el espacio del otro o el común y creo que cuando menos “nuestro
sistema educativo” no ha sido tan malo.
Después de la conferencia
justificativa, que nadie pidió, nos mostraron el resto de la casa. Todo en la
misma línea. Mientras ellos terminaban
de ultimar los detalles de la comida, nosotros les dedicamos esos minutos a los
niños y, nos dejamos llevar, de estantería en estantería y de rincón en rincón,
VIENDO… “el almacén de la tienda de juguetes” de nuestro barrio. Había juguetes
de todas las clases y de todas las épocas. Muchos ni los conocía. Ni qué decir
sobre libros infantiles y películas… dos vidas se necesitarían para ver y leer
todo aquello. Por supuesto no faltaban los más modernos y sofisticados: PSps, tablets,
ordenadores…
Pero lo peor aún estaba por
llegar.
Cuando la comida llegaba a su fin
y los niños ya se habían levantado de la mesa, por abreviar y no despistarme,
comenzó la cantinela del hijo mayor: “¡Me aburro!.., ¡Me estoy aburriendo!..,
¿ya os he dicho que me estoy aburriendo?... ¡cuántas veces os tengo que decir
que me estoy aburriendo?...” Ni recuerdo la de veces que repitió la frasecita y
sus padres no daban abasto ofreciéndole una alternativa distinta cada vez… Yo
no salía de mi asombro y, para mis adentros, pensaba: ¿será este un niño hiperactivo o con “déficit de atención” o
será por el contrario un exceso de la misma?...
Éramos extraños rompiendo el
ritmo familiar y, también como madre, sé
que, en estas circunstancias, los niños suelen ponerse un poco pesados y aprovecharse
para hacer todo lo prohibido o demandar más atención pero… aquello… el
servilismo de los padres… la cantidad ingente de juegos, juguetes… y ¡que nada le
entretuviera!..
Intenté recordar algún momento
semejante con mis hijos… y lo encontré. No tan acentuado pero ahí estaba. ¿No
será, acaso, que les estemos dando demasiado y al mismo tiempo solventándoles
todas sus dudas y dificultades?.. Quizás debamos permitir que el aburrimiento
realmente lo sea y darle el espacio que se merece en la educación. El
aburrimiento forma parte del proceso creativo y necesita tiempo para despertar.
Y, por nuestra parte, no dejarnos asustar
por el vacio de actividades ni sucumbir al chantaje del dame más y el… ¡Me
aburro!
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