viernes, 31 de marzo de 2017

Síndrome del ama de casa


Ayer, cuando por fin mi marido y mis hijos se fueron al trabajo y al colegio, antes de dejarme imbuir por la monotonía de los trabajos domésticos, decidí concederme un homenaje de relax y placer. Sin pensármelo dos veces, con el sentido de culpabilidad queriendo despertarse y sin darle tiempo a que soltara sus recriminaciones, me puse el bañador, cogí la mochila y me marché a chapotear a la piscina un ratito desafiando la helada de la mañana.


A primeras horas, en la piscina del centro deportivo, suele haber poquita gente con lo que  predomina el silencio y la tranquilidad. Ayer, cuando llegué, no había nadie en los vestuarios y todas las taquillas estaban a mi disposición, aunque soy animal de costumbres y siempre utilizo la misma. Me quité la ropa y me preparé, sin decir esta boca es mía, totalmente relajada y tranquila. En la piscina, en el espacio destinado al baño, predominaba ese mismo ambiente de serenidad roto sólo por el monótono ronroneo de las máquinas de fitnes del piso superior. Dentro del vaso, únicamente tres personas parecían acariciar el agua con su nado suave temerosas de romper la serenidad reinante. Algo inusual a cualquier otra hora donde  lo normal es que nos amontonemos en las calles.

Me metí en una de las calles libres más alejada de la puerta de entrada y me entregué al placer del dejarme envolver por la tibieza del agua. Sin prisas. Sin afán. Sin ninguna preocupación más que la de respirar rítmicamente… Olvidándome de camas, platos, fregonas… niños, marido… durante… ¡nada más y nada menos que media hora! Esa sensación de ingravidez o cuando menos ligereza que te aporta el agua… como el retorno a un gran útero… ¡Qué placer!

Salí del agua renovada y relajada. Dispuesta a enfrentarme nuevamente a la alienante tarea del ama de casa, con una sonrisa en los labios y los mejores deseos. Pero, ¡ay…! Fue cruzar aquella puerta que separa los espacios de la piscina y el vestuario y, darme de frente con la dura realidad. Allí se encontraba el “boom” de mamás y amas de casa que, como yo, después de dejar a sus retoños en los colegios, venían buscando un lugar donde poder expandirse. Y no fue eso lo que más me aterró, ¡por Dios! Tanto derecho tienen ellas como yo. Lo terrorífico fue el parloteo incesante de dos de ellas que, incapaces de desconectar de su anodina cotidianidad, se empeñaban, además, en hacernos a todas partícipes. ¡Como si cada una de nosotras no tuviera ya suficiente con sobrellevar lo suyo..!

No me quedó más remedio que escuchar pacientemente lo mucho que les había costado, el día anterior, encontrar la respuesta del ejercicio número tres de los deberes de Conocimiento del Medio de sus hijos… Sí, porque las madres, si hemos estudiado, repetimos curso tantas veces como hijos tenemos;  y si no hemos estudiado, la preocupación por nuestros hijos y nuestro deseo de ayudarles, nos prepara para que al término de sus etapas, nosotras también podamos estar preparadas y examinarnos de las mismas asignaturas que nuestros hijos y de los mismos niveles con grandes posibilidades, esta vez sí, de aprobar...¡y con nota!

Y es cierto que, en nuestro ser madres-maestras entra el rememorar todos los conocimientos adquiridos antaño, actualizarlos en algunos casos y en otros aprenderlos para explicárselos a nuestros hijos de forma adaptada a su edad. Esto requiere tiempo y más si no se hizo en su momento. Pero, y aquí me pregunto si seré buena madre, me gusta aparcar esta tarea en cuanto el niño entiende y termina sus deberes. Continuar con ella  más allá del tiempo establecido… me parece aberrante.

 No me parece lógico pasar todo el día con el mismo tema en la cabeza, como tampoco me lo parece que lo único que tenga que ocupar mi mente sean las ofertas del supermercado, las rebajas o la limpieza que me toca hacer en la casa. Hay un mundo fuera de las tareas del hogar, hay otras cosas interesantes además de quitar el polvo, otra tecnología más moderna que la lavadora… Dejarse arrastrar por el “síndrome del ama de casa” puede resultar muy empobrecedor y devastador para nosotras.

Y, aunque el parloteo de aquellas dos buenas madres rompió la magia de la serenidad que me había proporcionado aquel inmenso útero, me sirvió para reflexionar en mi ser como persona y, reafirmarme en lo bueno y sano que es, para mí y en consecuencia para toda la familia,  romper de vez en cuando con la rutina y dejar que entre aire fresco en la cotidianidad. Desconectar  y  buscar otros horizontes más allá del ser ama de casa, madre, maestra…

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