Ayer,
cuando por fin mi marido y mis hijos se fueron al trabajo y al colegio, antes de dejarme imbuir por la monotonía de
los trabajos domésticos, decidí concederme un homenaje de relax y placer. Sin
pensármelo dos veces, con el sentido de culpabilidad queriendo despertarse y
sin darle tiempo a que soltara sus recriminaciones, me puse el bañador, cogí la
mochila y me marché a chapotear a la piscina un ratito desafiando la helada de
la mañana.
A
primeras horas, en la piscina del centro deportivo, suele haber poquita gente
con lo que predomina el silencio y la
tranquilidad. Ayer, cuando llegué, no había nadie en los vestuarios y todas las
taquillas estaban a mi disposición, aunque soy animal de costumbres y siempre
utilizo la misma. Me quité la ropa y me preparé, sin decir esta boca es mía,
totalmente relajada y tranquila. En la piscina, en el espacio destinado al
baño, predominaba ese mismo ambiente de serenidad roto sólo por el monótono
ronroneo de las máquinas de fitnes del piso superior. Dentro del vaso,
únicamente tres personas parecían acariciar el agua con su nado suave temerosas
de romper la serenidad reinante. Algo inusual a cualquier otra hora donde lo normal es que nos amontonemos en las calles.
Me
metí en una de las calles libres más alejada de la puerta de entrada y me
entregué al placer del dejarme envolver por la tibieza del agua. Sin prisas.
Sin afán. Sin ninguna preocupación más que la de respirar rítmicamente…
Olvidándome de camas, platos, fregonas… niños, marido… durante… ¡nada más y
nada menos que media hora! Esa sensación de ingravidez o cuando menos ligereza
que te aporta el agua… como el retorno a un gran útero… ¡Qué placer!
Salí
del agua renovada y relajada. Dispuesta a enfrentarme nuevamente a la alienante
tarea del ama de casa, con una sonrisa en los labios y los mejores deseos.
Pero, ¡ay…! Fue cruzar aquella puerta que separa los espacios de la piscina y
el vestuario y, darme de frente con la dura realidad. Allí se encontraba el “boom”
de mamás y amas de casa que, como yo, después de dejar a sus retoños en los
colegios, venían buscando un lugar donde poder expandirse. Y no fue eso lo que
más me aterró, ¡por Dios! Tanto derecho tienen ellas como yo. Lo terrorífico
fue el parloteo incesante de dos de ellas que, incapaces de desconectar de su
anodina cotidianidad, se empeñaban, además, en hacernos a todas partícipes.
¡Como si cada una de nosotras no tuviera ya suficiente con sobrellevar lo suyo..!
No
me quedó más remedio que escuchar pacientemente lo mucho que les había costado,
el día anterior, encontrar la respuesta del ejercicio número tres de los
deberes de Conocimiento del Medio de sus hijos… Sí, porque las madres, si
hemos estudiado, repetimos curso tantas veces como hijos tenemos; y si no hemos estudiado, la preocupación por
nuestros hijos y nuestro deseo de ayudarles, nos prepara para que al término de
sus etapas, nosotras también podamos estar preparadas y examinarnos de las
mismas asignaturas que nuestros hijos y de los mismos niveles con grandes
posibilidades, esta vez sí, de aprobar...¡y con nota!
Y es
cierto que, en nuestro ser madres-maestras entra el rememorar todos los
conocimientos adquiridos antaño, actualizarlos en algunos casos y en otros
aprenderlos para explicárselos a nuestros hijos de forma adaptada a su edad.
Esto requiere tiempo y más si no se hizo en su momento. Pero, y aquí me pregunto
si seré buena madre, me gusta aparcar esta tarea en cuanto el niño entiende y termina sus deberes. Continuar con
ella más allá del tiempo establecido… me
parece aberrante.
No me parece lógico pasar todo el día con el
mismo tema en la cabeza, como tampoco me lo parece que lo único que tenga que
ocupar mi mente sean las ofertas del supermercado, las rebajas o la limpieza
que me toca hacer en la casa. Hay un mundo fuera de las tareas del hogar, hay
otras cosas interesantes además de quitar el polvo, otra tecnología más moderna
que la lavadora… Dejarse arrastrar por el “síndrome del ama de casa” puede
resultar muy empobrecedor y devastador para nosotras.
Y,
aunque el parloteo de aquellas dos buenas madres rompió la magia de la
serenidad que me había proporcionado aquel inmenso útero, me sirvió para
reflexionar en mi ser como persona y, reafirmarme en lo bueno y sano que es,
para mí y en consecuencia para toda la familia,
romper de vez en cuando con la rutina y dejar que entre aire fresco en
la cotidianidad. Desconectar y buscar otros horizontes más allá del ser ama
de casa, madre, maestra…
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