¡No
me lo podía creer! Aquello, podríamos
decir, era para nosotros el acontecimiento por excelencia de la década. ¡Qué
década! Una década y un lustro por lo menos. Me sentía nerviosa y emocionada.
Pasé la tarde arreglándome y componiéndome como si fuera una adolescente
preparándose para su primera cita. Miraba a cada poco el reloj comprobando el
tiempo que me restaba para terminar de componerme y acudir al tan deseado
evento y, me daba la impresión que, por primera vez en muchos años, Cronos se
había olvidado de nosotros: no se oía su latido y las agujas andaban lentas y perezosas.
Hacía
tanto tiempo que no hacíamos una salida solos, sin llevar colgados a ambos
lados a nuestros hijos, unas veces bailoteando y otras protestando, que casi
había olvidado todo el ritual que conlleva
arreglarse a uno mismo. No estar pensando en botellines de agua, toallitas húmedas o
pañuelos para los mocos… sacar, tranquilamente,
aquellos vestiditos tan monos y
elegantes olvidados en el fondo del
armario, esperando tiempos mejores
cuando, un chicle o una piruleta, no fuesen una continua amenaza para la fina
seda, me parecía toda una hazaña. ¡Prepararse para un evento…! y además… ¡para adultos…! nada de gatos
parlantes, objetos animados y voces chillonas.
Parecíamos
dos pincelillos recién sacados de su envase. Era una única sesión de tarde/noche…
a la que van los mayores y “la buena gente”, para luego completar la velada con
una cena que, ese día, prometía romántica. Ya… según nos íbamos aproximando al
teatro, viendo el fluir de gente que caminaba presurosa en la misma dirección
que nosotros, comencé a pensar que… desentonábamos un pelín. Una vez que
llegamos a las puertas comprobé que, no era sólo nuestro atuendo el que andaba
desfasado… allí abundaban tantas palomitas, gusanitos, gominolas y coca-colas…
como en una sesión de cine infantil en hora punta. No me dejé llevar por la
desolación y apelé a la tranquilidad confiando en el buen criterio de la madurez.
Buscamos
nuestras butacas y nos sentamos a esperar pacientemente que pasaran esos
minutos que restaban hasta el inicio de la obra. En el teatro se observaba el
ambiente de emoción y nerviosismo propio
de un estreno… o al menos a mí eso me quiso parecer: “ires y venires”,
colocación de ropas de abrigo, personas que no encuentra su sillón, otras que
se han equivocado… nada muy diferente que no recordara de otros tiempo… salvo
el avituallamiento.
….
Hasta que se abrió el telón!...
Apenas
llevábamos unos minutos de obra, esos que son necesarios para terminar de
acomodarte buscando tu ángulo cómodo de visión, con un ligero murmullo… cuando
empezaron a oírse por delante, por detrás, a los lados… ruiditos de bolsas… Y a
mi nariz comenzó a llegarle, además del aroma de las palomitas, el
inconfundible olor del ketchup y el queso parmesano… Miro atónita a todos los lados , sin ver nada obviamente porque las luces estaban
apagadas, molesta de percibir todas esas sensaciones que me impedían centrarme
en los diálogos de la obra y buscando, supongo, de alguna manera, la mirada
cómplice de algún otro espectador que se encontrase en mi misma situación… La
única respuesta que recibo, como si de un escupitajo en el ojo se tratase es un
“clok…chiiiiiisf” de una lata de coca-cola, cerveza o vaya usted a saber qué…
No
pude dejar de sentirme inquieta e irritada pero, no tanto por las horas que
había pasado componiéndome para estar presentable y un poco elegante, como por
esa sensación de seguir estando en un cine lleno de niños y adolescentes
ruidosos e irreverentes que confunden un espacio público con el salón de su
casa y a quienes sólo les falta colocar los pies sobre el sillón de enfrente y
tirarse un eructo o un par de pedos…
Procuro
serenarme para que, “estas pequeñeces” de modernidad, no den al traste con la
noche soñada haciendo un ejercicio de obstrucción del sentido del olfato y semi-oclusión
del oído periférico. Sobrevivo, no sin cierto disgusto, hasta el final de la obra. Vienen los
aplausos, saludos, reverencias de los actores y el revuelo general por
abandonar la sala.
Decidimos
permanecer sentados unos minutos más para librarnos de empujones y pisotones y
evitar un embotellamiento en las salidas para… ¡para ver en su plenitud cómo
había quedado la sala…!. Mi ojo inquisitivo de ama de casa, entrenado a
percibir pequeños desordenes y suciedades, se salió de sus órbitas al
contemplar tanta marranería: por encima, por debajo… latas de bebidas, bolsas
de chuches, cartones de palomitas, vasos de plástico… olvidados a propósito o sin
recoger porque “…como nadie lo hace…”. En las puertas unas grandes papeleras,
que casi nadie utilizaba, morían de inanición.
¿Quién
ha pasado por el teatro? ¿El hombre super-culto y mega-informado del siglo XXI
con su modernísima tecnología o una piara de gorrinos?
La
próxima vez, casi mejor, en la
televisión, con el pijama y las zapatillas… y en el salón de mi casa.
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