Caían
los primeros copos de nieve. El día anterior había anochecido oscuro
pronosticando que, en cualquier momento,
comenzaría a nevar. Se despertó
sobresaltado como intuyendo que aquello por lo que había estado rezando la
noche anterior no hubiera ocurrido. Miró por encima de las mantas y vio que su
padre y su madre aún dormían en la cama de al lado. Debía de ser muy temprano.
Apenas empezaba a clarear. Volvió tranquilo a meterse entre las cálidas mantas
y retomó los rezos con los que se había quedado dormido por la noche. De
repente se sobresaltó con el ruido del cacharreo en la estancia de al lado. Ya
era mañana avanzada y su madre se afanaba en la cocina. El calor del fuego aún
no había caldeado suficientemente la estancia y, sin salir de la cama, en una
mezcla de nerviosismo y temor, más que preguntar, lanzó un grito: ¡¡¡Mamá ¿ha
nevado?!!! Como si de una premonición se tratara, al mismo tiempo que su madre
respondía y retiraba el ropón que hacía de puerta a la habitación, saltó de la
cama en calzoncillos y descalzo y, sin dar tiempo a más, corrió hacia la puerta
para ver el acontecimiento.
Allí
se quedó contemplando el exterior, lo que sus “enclencles” piernas y el
punzante frio le permitieron estar, habiendo desoído las palabras de su madre para que se vistiera
antes de salir. Cuando su escuálido cuerpo comenzó a tiritar se apresuró a la
habitación en busca de los pantalones. Mientras, no dejaba de gritar y darle
ordenes suplicantes a su madre: “¡mamá, prepárame el desayuno!, ¡búscame los
guantes de la nieve! ¡Porfa! ¡… y las botas!, ¡… y la pala de papá!” Su madre
hacía, callaba y sonreía interiormente. Creía adivinar sus pensamientos y
entender el trajín que le movía por dentro: salir a jugar con la nieve y
construir un muñeco para que lo viera su
padre cuando regresara de alimentar a los animales.
Pues
¡no!
Terminado
de vestirse y desayunar, dedicó el resto de la mañana y parte de la tarde a
quitar y retirar nieve de la entrada abriendo camino en dirección al pueblo. La
cuadra quedaba hacia la izquierda y de momento, ése que él limpiaba, no era el
camino que a ellos les interesaba. De cuando en cuando regresaba a la casa
soplando y sacudiendo las manos para desprenderse del frio. Se sentaba en el
pequeño taburete junto al fuego y allí permanecía unos minutos hasta que el
frio y el dolor de las uñas desaparecían. Recuperada la temperatura corporal
volvía pertinaz a reiniciar el trabajo. El oscurecer acabó con aquella
frenética actividad. El tiempo que transcurrió hasta la hora de irse a la cama
fue un ir y venir de la ventana al fuego y del fuego a la ventana con una
notable inquietud.
Su
madre observaba y le dejaba hacer. Allá arriba, sin televisor, sin vecinos… no
había mucho más en qué entretenerse.
Durmió
inquieto toda la noche. Sus padres le escucharon parlotear en varias ocasiones
durante el sueño y tantas otras tuvieron que levantarse a arroparle porque sus
continuos movimientos arrojaban las
mantas al suelo. El fuego de la cocina llevaba horas apagado y el calor de las
dos pequeñas estancias, que componían toda la casa, había ido remitiendo, indefenso, frente al
frío y la nieve que se acumulaba en el exterior.
Se notaba ya el halo gélido previo al amanecer,
cuando sus padres se levantaron sigilosos, salieron de la habitación y cada uno
se dedicó a sus quehaceres rutinarios: él se fue hasta la cuadra a ordeñar “la vaca pinta” y
traer un poco de leche para el desayuno;
ella, encendió el fuego de la chimenea,
colocó en la trébede el puchero del café, para que se fuera haciendo, y
dejó sobre la mesa un trapo viejo, largo y de color rojo.
De
regreso el padre con la leche, no mediaron apenas palabras. Lo poco que tenían
que hablar ya estaba hablado los días anteriores. Desayunaron en silencio. A la
vez que posaba el tazón vacio sobre la mesa, cogió el trapo que su mujer le
había dejado. - “Hazlo pronto para que no
se te olvide” le recordó María. Ya en la puerta con el chambergo y las botas
puestas y el gorro arrebujado en la
mano… casi ordenó más que decir: - ¡mándamelo en cuanto haya desayunado!
Y
despertó. Aún era temprano pero se levantó sin dar tiempo siquiera a que la
lumbre terminara de caldear la cocina. Y se repitió la escena del día anterior:
descalzo y en calzoncillos… un vistazo rápido a la cocina… y derecho a abrir la
puerta. ¡¡Nieve!!, ¡¡todo lleno de nieve!! El trabajo del día anterior... ¡para
nada! Y sus rezos… ¡para nada tampoco! ¿Fueron lágrimas o era escarcha lo que
había en sus mejillas cuando cerró la puerta y volvió a la cocina? Lo que sea
que fuera se lo quitó de un par de manotadas para que su madre no lo viera y,
decepcionado, corrió a la habitación a ponerse la ropa.
- - No han venido, Mamá.
- - ¿A quienes esperabas?
- - ¡A los reyes magos! En la escuela me dijeron que
vendrían pero, ha nevado tanto que, seguro que no han podido llegar.
- - Estamos muy lejos del pueblo y hasta aquí no
llegan las máquinas quitanieves.
Ahora
entendía sus afanes. El carácter duro y contenido de la montaña apenas dejó
escapar de aquellas dulces manos una
caricia que se posó sonriente en su cabeza. Él, pese a su corta edad, ya estaba
entrenado en captar y entender estas contenciones afectivas y supo interpretar
el cariño. Mantuvo a raya lágrimas y decepción y se sentó, tranquilamente, a
tomar el desayuno que ya tenía puesto en la mesa.
- - Tu padre ha dicho que cuando termines de
desayunar vayas a ayudarle en la cuadra.
No
respondió. Asintió con la cabeza y se llevo la escudilla a la boca. El olor, el
sabor y el calor de la leche recién ordeñada le reconfortó. Sabían a hogar.
Terminado el desayuno y sin decir más, se abrigó para ir a la cuadra. Su madre
se quedó unos minutos mirándole marchar con una sonrisa contenida en los labios.
Manuel descubrió las grandes huellas de su padre en la nieve abriéndole camino
y, como si de un juego se tratase, fue saltando de una a otra hasta llegar a la
portalada. Aquel, le observaba en la
distancia silencioso. A su modo, sonreía, y esperó paciente a que llegara.
- - ¿Desayunaste bien?
Manuel
no respondió. Asintió con la cabeza como solía hacer y se le quedó mirando con
la admiración que siempre le producía su
gran tamaño y su fuerza. De mayor quería ser como él.
- - Como ha nevado tanto y no pueden salir, tenemos
que echarle de comer a las gallinas. Vete al cobertizo, coge el cesto grande y
tráemelo.
Salió
corriendo como una flecha, contento de poder ayudar a su padre. Le veía tan
poco y era tan feliz con él que, ya había olvidado la decepción del despertar. Su
madre no dejaba que le acompañase cuando iba al monte a por leña o a buscar el
ganado. Decía que era demasiado pequeño aún. Cuando regresaba por las noches
estaba muy cansado y él, la mayor parte de veces, ya estaba dormido. Si su
padre le pedía ayuda… ¡a lo mejor es que ya no era tan pequeño!
Entró
en el cobertizo dando un portazo de la emoción y por poco se cae al suelo al
tropezarse precisamente con el cesto que su padre le había pedido. Alguien lo
había dejado allí como a propósito. Para que lo encontrara rápido. Boca abajo…
como haciéndose el despistado. Sin dudarlo lo cogió por un lateral dispuesto a
salir pitando, como había llegado, pero… “¡¡¡Yaaaa!!! ¡Si que han venido!”
¡papá! ¡papá! ¡ papá!...No paraba de llamar a su padre gritando mientras se
agachaba para recoger aquel pequeño cachorrito todo enredado en un enorme trapo
rojo que quiso ser lazo.
Salió
del cobertizo, volviendo a dejar allí tirado el viejo cesto del pienso, con los
ojos inundados de lágrimas por la
emoción y el cachorrito acurrucado en su regazo.
Desde
el cobertizo, su padre, y allá tras los cristales de la cocina, su madre, volvían
a hacer un ejercicio de emoción contenida
frente a la felicidad del retoño.
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