Yo pertenezco
a aquella época en la que la televisión sólo nos ofrecía dos canales: la
primera y la segunda. No había mucho dónde elegir, hoy lo sé, aunque para nosotros aquello era un mundo tan
revolucionario como puede ser hoy para nuestros hijos y jóvenes el móvil, más
si tenemos en cuenta que yo procedía del mundo rural donde el tiempo y las incorporaciones
modernas tienen, o al menos tenían entonces, un ritmo más lento.
La televisión comenzaba a emitir entorno a las
6 de la tarde, no voy a entretenerme en contar qué se emitía porque de eso ya
se ocupan programas de televisión que lo
hacen muy bien. A las 21:.30 más o menos y eso sí después de “El parte”
aparecía aquella familia tan entrañable y querida la “Familia Telerín” que
mirábamos pasar y escuchábamos cantar, con
deleite, aquella canción que nos invitaba a irnos a la cama a los más
pequeños. Allí empezaba, con su final, el
tiempo del remoloneo: había que
pasar inadvertido para los mayores,
procurar no molestar para que a ninguno de ellos, cansado ya del día, se le
ocurriera consultar su reloj y se diera cuenta de que los duendes aún andábamos
por allí.
Conseguíamos
así arañar unos minutos más al sueño, aunque nunca supe muy bien para qué y aún
me lo pregunto… si acaso fuera por creernos o hacernos los mayores ¿quién sabe?
… porque a los niños de hoy parece que les sigue pasando… Después, aparecían
aquellos dos famosos rombos, inmisericordes, que nos enviaban derechitos y sin
dilación a la cama.
Pero aquel día
algo cambió, algo pasó: no sé si crecieron los Telerín, si se borraron los
rombos o el reloj se paró pero, el caso es que, nos dejaron quedar a… ¡¡ver una
“peli “ ¡¡ . Como podéis suponer aquello
fue un acontecimiento de tal envergadura que no nos lo podíamos ni creer. Nos
fuimos sentando silenciosamente, sin
molestar, acomodándonos lo mejor posible y siempre pendientes de no hacer nada
que precipitara todo aquello a un “ ! vamos,
se acabó la historia. Todos a la cama! ”, que acabara con todo nuestro gozo. (Tengo que
deciros que nosotros fuimos una de esas familias supernumerosas que
prácticamente hoy, han dejado de existir).
Sin palomitas,
sin coca-cola ni pipas ni nada de nada… sólo la ilusión de poderte quedar con
los mayores a ver “algo de mayores”.
¿Qué vimos
aquel día tan fantástico?...Lo recuerdo perfectamente, nada más y nada menos
que “Qué bello es vivir” de Frank Capra. Los más mayores se hicieron los
fuertes, otros moquearon y algunos lloramos a lágrima y moco tendido.
Lo que más me
impactó fue descubrir cómo los pequeños gestos de amabilidad, simpatía y
generosidad del protagonista, que casi pasaron desapercibidos incluso para él
mismo, habían conseguido dar un vuelco total y, para bien, en la vida de muchas
personas de su entorno.
Aquel día y de
aquella película aprendí que, las grandes lecciones no se dan ni en el colegio,
ni en el instituto, ni siquiera en la universidad por más que se empeñen
padres, políticos y maestros. Las grandes lecciones están escondidas en
frasquitos pequeños de la vida cotidiana, que se pueden escapar entre los dedos,
como el agua, si no prestamos atención.
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