sábado, 7 de enero de 2017

Frasquitos pequeños


Yo pertenezco a aquella época en la que la televisión sólo nos ofrecía dos canales: la primera y la segunda. No había mucho dónde elegir, hoy lo sé,  aunque para nosotros aquello era un mundo tan revolucionario como puede ser hoy para nuestros hijos y jóvenes el móvil, más si tenemos en cuenta que yo procedía del mundo rural  donde el tiempo y las incorporaciones modernas tienen, o al menos tenían entonces, un ritmo más lento.
 La televisión comenzaba a emitir entorno a las 6 de la tarde, no voy a entretenerme en contar qué se emitía porque de eso ya se ocupan programas de televisión  que lo hacen muy bien. A las 21:.30 más o menos y eso sí después de “El parte” aparecía aquella familia tan entrañable y querida la “Familia Telerín” que mirábamos pasar y escuchábamos cantar, con  deleite, aquella canción que nos invitaba a irnos a la cama a los más pequeños.  Allí empezaba, con su final, el tiempo del  remoloneo: había que pasar  inadvertido para los mayores, procurar no molestar para que a ninguno de ellos, cansado ya del día, se le ocurriera consultar su reloj y se diera cuenta de que los duendes aún andábamos por allí.
Conseguíamos así arañar unos minutos más al sueño, aunque nunca supe muy bien para qué y aún me lo pregunto… si acaso fuera por creernos o hacernos los mayores ¿quién sabe? … porque a los niños de hoy parece que les sigue pasando… Después, aparecían aquellos dos famosos rombos, inmisericordes, que nos enviaban derechitos y sin dilación a  la cama.
Pero aquel día algo cambió, algo pasó: no sé si crecieron los Telerín, si se borraron los rombos o el reloj se paró pero, el caso es que, nos dejaron quedar a… ¡¡ver una “peli “ ¡¡ . Como podéis suponer  aquello fue un acontecimiento de tal envergadura que no nos lo podíamos ni creer. Nos fuimos sentando  silenciosamente, sin molestar, acomodándonos lo mejor posible y siempre pendientes de no hacer nada que precipitara todo aquello a un  “ ! vamos, se acabó la historia. Todos a la cama! ”,  que acabara con todo nuestro gozo. (Tengo que deciros que nosotros fuimos una de esas familias supernumerosas que prácticamente hoy, han dejado de existir).
Sin palomitas, sin coca-cola ni pipas ni nada de nada… sólo la ilusión de poderte quedar con los mayores a ver “algo de mayores”.
¿Qué vimos aquel día tan fantástico?...Lo recuerdo perfectamente, nada más y nada menos que “Qué bello es vivir” de Frank Capra. Los más mayores se hicieron los fuertes, otros moquearon y algunos lloramos a lágrima y moco tendido.
Lo que más me impactó fue descubrir cómo los pequeños gestos de amabilidad, simpatía y generosidad del protagonista, que casi pasaron desapercibidos incluso para él mismo, habían conseguido dar un vuelco total y, para bien, en la vida de muchas personas de su entorno.

Aquel día y de aquella película aprendí que, las grandes lecciones no se dan ni en el colegio, ni en el instituto, ni siquiera en la universidad por más que se empeñen padres, políticos y maestros. Las grandes lecciones están escondidas en frasquitos pequeños de la vida cotidiana, que se pueden escapar entre los dedos, como el agua, si no prestamos atención.

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