viernes, 15 de septiembre de 2017

Desfase generacional

Soy la número once de una familia súpernumerosa. Y, no. No soy la pequeña. Después de mí, la naturaleza todavía tuvo a bien, agasajar a mis padres con un vástago más. Y, sólo tuve el privilegio de disfrutar del puesto honorífico de benjamina de la familia dos años escurridos.

Mis padres nos tuvieron a Benjamín y a mí casi a la edad de ser abuelos. Y sin “casi”, ¡como que mi hermana mayor y mi madre pasearon juntas sus respectivos carricoches! Allí dentro iban Benjamín y nuestra primera sobrina con apenas unos meses de diferencia. Yo, me agarraba como podía a alguno de los laterales de los carritos para no perder pie o que no me dejaran atrás. ¡Qué más hubiera querido yo que hubiesen existido esos cochecitos dobles  que veo hoy por la calle o los complementos que, a modo de patinetes, se adosan al carrito principal…! De todas formas, no había tanta prisa como ahora por lo que tampoco había necesidad.

 Y es que… es lo que  tiene pertenecer a una familia tan grande… se confunden los hijos con los nietos, los sobrinos con los hermanos… todo un pupurrí de parentescos y generaciones.  Hay tal variedad de edades, colores, tonos  y matices que el arcoíris se queda corto para definirnos. Nadie hay igual a otro. Cada uno tiene su peculiaridad y su forma de pensar y educar. Todos nos aprovechamos de la pluralidad y la riqueza que eso supone aunque, también tiene sus inconvenientes. Uno de ellos, que a mí me generó muchos dolores de cabeza, fue el desfase generacional.

Benjamín y yo teníamos prácticamente la misma edad que nuestros primeros sobrinos. Jugábamos a los mismos juegos, teníamos los mismos amigos y nos gustaban las mismas cosas.  Aquellos “artilugios de los demonios”, como llamaba mi madre a la radio, radiocasete y el tocadiscos, “causantes de la perversión de los jóvenes” rozaban con el sacrilegio en nuestra casa y sin embargo, formaban parte de la cotidianidad de nuestros sobrinos… También es verdad que los recursos económicos de una casa y de la otra no tenían nada que ver.  Deseábamos aquellos objetos con tanto ahincó… y, cuando llegaron, gracias a los trabajillos de los hermanos mayores,  ya habían perdido la característica de la novedad, pero lo vivimos  como el acontecimiento de la década.

La diferencia más notable estaba en la forma de educar. Mientras fuimos muy pequeños, hasta los cuatro o cinco años, no recuerdo que mi hermana mayor y mi cuñado fueran muy distintos a mis padres. Era una educación basada en los cuidados de atención primaria: alimentación, higiene, sueño… aunque ahora que lo rememoro, me doy cuenta que incluso en esto ya había diferencia. Si lo recuerdo ahora es porque lo observé entonces. Cuando realmente me di cuenta de la distancia abismal a la que estaban mis padres fue en el primer contacto con el colegio… los míos eran los únicos padres viejos, sus vestidos no estaban acordes con los del resto de los padres y en consecuencia los nuestros tampoco.

Aquel primer día salí maravillada de clase al ver a varias niñas… ¡con pantalones! Haber estado centrada esos primeros años en un círculo social tan pequeño, que es la familia, aunque la mía fuera inmensa, me había llevado a aceptar sin más, como algo normal y lógico, que los hombres llevaban pantalones y las mujeres faldas. Nunca antes, ni por la corta edad ni por el cuestionamiento de la autoridad paterna, se me había pasado por la cabeza plantear el deseo de ponerme unos pantalones como los de mis hermanos. ¡Aunque bien lo deseaba! Las faldas, los pololos y los leotardos no eran buena vestimenta para  encaramarse por árboles, tapias o verjas a lo que era tan aficionada. Siempre acababa con un roto  en alguna prenda, lo que enervaba a mi madre, o una rozadura en la rodilla que me fastidiaba a mí.

Hacía tiempo que las mujeres llevaban pantalones, pero mi madre seguía pensando que aquella prenda era patrimonio exclusivo de los varones, y que las mujeres que las llevaban, además de unos marimachos, eran hijas del demonio. Mi hermana mayor vestía algunas veces pantalones, aunque no osaba ponérselos cuando venía a casa de visita. Mi madre lo sabía y no decía nada públicamente, consciente que aquel pajarillo ya había escapado del nido. Mis sobrinas, sobretodo en invierno, los llevaban con regularidad y yo… suspiraba, lloraba y suplicaba por uno de aquellos.

Tuve que esperar "sólo" hasta los catorce años para estrenar mis primeros pantalones… Eran marrones, de pana fina y… me quedaban grandes. “¡No importa!, ¡Yo me los pongo así! ¡No pasa nada!” Fue mi respuesta cuando mi madre propuso devolverlos a la tienda. ¡Cómo iba a permitir que se los volvieran a llevar, de regreso a la ciudad, la semana siguiente, para cambiarlos por otros, después de tantos años de espera! Mira que si por el camino a mi madre le daba la ventolera de la pecaminosidad y volvía con otro vestidito mojigato… No, mejor grandes que nada.

Imagino que, aquella pequeña y ridícula concesión de la prenda de vestir, para mi madre especialmente, supuso un esfuerzo tremendo, porque tuvo que romper sus esquemas educativos, aquellos que le sirvieron para sus hijas mayores pero que sonaban rancios y  decimonónicos para los pequeños. Para nosotras fue una batalla más de tantas que tuvimos que librar en este desfase generacional y por supuesto, no fue ni la más dura ni la de mayor relevancia  para el futuro.
Mi madre, que murió en el 2005, lo hizo sin haberse puesto nunca unos pantalones. Es más, no se los puso ni siquiera para dormir, los pijamas gozaban del mismo prestigio y moralidad.

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