Cuando pasas mucho tiempo en un sitio, terminas por darte cuenta que, en todas partes, existe una especie de rutina que va dirigiendo las actividades y manteniendo el ritmo que le es propio a ese lugar. Al principio te puede parecer caótico, porque vienes de tu propio ritmo y entrar en otro requiere desconectar de ti mismo, mucha paciencia, observación y estar dispuesto a descubrir otras realidades.
También
está el miedo que nos atenaza frente a lo desconocido. Estamos tensos,
expectantes, listos para saltar, como felinos al acecho pero, poco a poco, nos
vamos relajando y descubrimos la rutina que se esconde allí y comenzamos a
distinguir las individualidades que la componen y… ¡hasta somos capaces de
sentir la ansiedad del que acaba de llegar!...como nosotros cuando aparecimos
por allí por primera vez.
Me
recuerdo a mí misma aquel primer día en el que el mundo se me había echado
encima destruyendo mi bien asegurada existencia. Tenía un nudo en el pecho y
todo mi ser se centraba en contener las lágrimas. Buscaba con los pocos restos
de visión que me dejaban las amargas lágrimas, algo o alguien a lo que
aferrarme y me devolviera a mi
cotidianidad.
Entorno
a mí reinaba el silencio. La sala estaba llena de gente pero nadie hablaba. En
mi ingenuidad y egocentrismo llegué a pensar que todas aquellas personas eran
inhumanas porque ninguna se dignaba decirme algo, dirigirme una mirada o compadecerse
por mi situación… Ni siquiera se me ocurrió pensar que todas ellas estaban tan
solas y tan angustiadas como yo. A fin de cuentas, si estábamos allí era por el
mismo motivo. Eso lo descubrí con el tiempo.
Te
mandan ir allí y vas. No rechistas. Ni te importa que sea a cientos de
kilómetros de tu casa. Te recoge una ambulancia que conduce un señor al que no
has visto en tu vida. Te ordena subir y subes. Te acomodas como buenamente
puedes y empiezas a devorar minutos de ansiedad que no avanzan en tu reloj
mientras otras personas, igualmente adormiladas y acongojadas, se van sumando
al viaje. Simulas dormir para evitar encontrarte con alguna mirada perdida que
te desmorone… y después de millones de minutos psicológicos llegas a tu
destino…
A tu
destino… qué ironía… Un lugar inmenso, totalmente desconocido, abigarrado de
más personas venidas a saber de qué planeta. “¡Diríjase a aquel mostrador que
allí le dirán…! Volveré a buscarla a mediodía”. Y vas. Claro que vas. Y te
dejas guiar por extraños vestidos de blanco que te van llevando por pasillos
largos y fríos sospechando que, aquel buen hombre que prometió recogerte no va
a poder encontrarte en aquel laberinto. “¡Siéntese aquí y espere!”. Vuelves
sumisamente a obedecer y te sientas. Miras mil veces el reloj como si eso fuera
a cambiar algo… y esperas. Y mientras esperas y miras el reloj, ves llegar a
más personas a las que se le repiten las mismas consignas: ¡Siéntese y espere!
Y
allí permanecemos todos, mirando las paredes blancas, el suelo gris gastado, el
techo de láminas de yeso…y la desesperación en la mirada. Hasta que un altavoz
de voz cansina, grave y gangosa dice tu nombre, que sólo entiendes tú, porque
estás acostumbrado a oírlo y, entre sorprendida por que alguien allí te conozca
y asustada por que ha llegado tu turno, saltas en la silla sin saber muy bien
hacia dónde ir, qué hacer con tus pertenencias, de las que no quiere separarte
por que son lo único que te une a los tuyos, a tu casa… y vuelves a obedecer
ahora a una voz…”¡Sala 3!”…
…Y
entras… Fuertes luces blancas que te ciegan. Máquinas rarísimas que te aterran.
Más desconocidos, esta vez, vestidos de verde… alguien te ordena: “desnúdese
detrás de la cortina, deje la ropa en la percha y cuando esté salga…”. Si el
pudor a la desnudez frente a extraños acude en algún momento… yo ni lo noto tan
ocupada como estoy en controlar el miedo que me invade. Y, extrañamente, obedezco…
Me quito toda la ropa y, como Dios me trajo al mundo, salgo de detrás de la
cortina intentando aparentar normalidad… ¡Como si eso lo hiciera todos los días
a petición de cualquiera..!
Te
ordenan..., más bien te gritan, te tocan
y te agarran con brusquedad… para colocarte bajo la máquina… Yo, como si no
tuviera ninguna voluntad, me dejo hacer. Ellos estarán acostumbrados y quizás
eso sea efectividad y profesionalidad aunque…
No puedo dejar de sentirme como un pedazo de carne en un matadero. Y te
vuelven a mandar salir: “Vístase. Salga fuera y espere.”. Aquí… casi agradecí salir
aunque supusiera volver a la incertidumbre de la espera. No voy a decir que
fuera humillación pero cómoda, lo que se dice cómoda no estuve…
Y
después de tres horas me encontró. ¿Habría estado tanto tiempo buscándome?. ¡El
señor de la ambulancia! ¡Por fin una cara, esta vez sí, conocida! Aunque fuera
sólo del viaje. ¡Cuánto me alegré de verle…! Sobre todo porque era el único
capaz de sacarme de allí y devolverme a mi casa.
A la
semana siguiente se repitió la experiencia y, esta vez, el viaje fue más corto
aunque fuimos al mismo sitio. El conductor de la ambulancia estaba más
simpático. Los compañeros de viaje tenían ganas de compartir. El lugar de
destino parecía despertar del sueño. El blanco era menos frío y el verde tenía
rostros… Y las semanas que siguieron fueron dando forma al lugar, sentido a los
sonidos, paz a la espera, nombres a las personas… y descubrí que aquello no era
tan caótico como parecía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario