viernes, 16 de junio de 2017

¡Siéntese y espere!


Cuando pasas mucho tiempo en un sitio, terminas por darte cuenta que, en todas partes, existe una especie de rutina que va dirigiendo las actividades y manteniendo el ritmo que le es propio a ese lugar. Al principio te puede parecer caótico, porque vienes de tu propio ritmo y entrar en otro requiere desconectar de ti mismo, mucha paciencia, observación y estar dispuesto a descubrir otras realidades.

También está el miedo que nos atenaza frente a lo desconocido. Estamos tensos, expectantes, listos para saltar, como felinos al acecho pero, poco a poco, nos vamos relajando y descubrimos la rutina que se esconde allí y comenzamos a distinguir las individualidades que la componen y… ¡hasta somos capaces de sentir la ansiedad del que acaba de llegar!...como nosotros cuando aparecimos por allí por primera vez.

Me recuerdo a mí misma aquel primer día en el que el mundo se me había echado encima destruyendo mi bien asegurada existencia. Tenía un nudo en el pecho y todo mi ser se centraba en contener las lágrimas. Buscaba con los pocos restos de visión que me dejaban las amargas lágrimas, algo o alguien a lo que aferrarme  y me devolviera a mi cotidianidad.

Entorno a mí reinaba el silencio. La sala estaba llena de gente pero nadie hablaba. En mi ingenuidad y egocentrismo llegué a pensar que todas aquellas personas eran inhumanas porque ninguna se dignaba decirme algo, dirigirme una mirada o compadecerse por mi situación… Ni siquiera se me ocurrió pensar que todas ellas estaban tan solas y tan angustiadas como yo. A fin de cuentas, si estábamos allí era por el mismo motivo. Eso lo descubrí con el tiempo.

Te mandan ir allí y vas. No rechistas. Ni te importa que sea a cientos de kilómetros de tu casa. Te recoge una ambulancia que conduce un señor al que no has visto en tu vida. Te ordena subir y subes. Te acomodas como buenamente puedes y empiezas a devorar minutos de ansiedad que no avanzan en tu reloj mientras otras personas, igualmente adormiladas y acongojadas, se van sumando al viaje. Simulas dormir para evitar encontrarte con alguna mirada perdida que te desmorone… y después de millones de minutos psicológicos llegas a tu destino…

A tu destino… qué ironía… Un lugar inmenso, totalmente desconocido, abigarrado de más personas venidas a saber de qué planeta. “¡Diríjase a aquel mostrador que allí le dirán…! Volveré a buscarla a mediodía”. Y vas. Claro que vas. Y te dejas guiar por extraños vestidos de blanco que te van llevando por pasillos largos y fríos sospechando que, aquel buen hombre que prometió recogerte no va a poder encontrarte en aquel laberinto. “¡Siéntese aquí y espere!”. Vuelves sumisamente a obedecer y te sientas. Miras mil veces el reloj como si eso fuera a cambiar algo… y esperas. Y mientras esperas y miras el reloj, ves llegar a más personas a las que se le repiten las mismas consignas: ¡Siéntese y espere!

Y allí permanecemos todos, mirando las paredes blancas, el suelo gris gastado, el techo de láminas de yeso…y la desesperación en la mirada. Hasta que un altavoz de voz cansina, grave y gangosa dice tu nombre, que sólo entiendes tú, porque estás acostumbrado a oírlo y, entre sorprendida por que alguien allí te conozca y asustada por que ha llegado tu turno, saltas en la silla sin saber muy bien hacia dónde ir, qué hacer con tus pertenencias, de las que no quiere separarte por que son lo único que te une a los tuyos, a tu casa… y vuelves a obedecer ahora a una voz…”¡Sala 3!”…

…Y entras… Fuertes luces blancas que te ciegan. Máquinas rarísimas que te aterran. Más desconocidos, esta vez, vestidos de verde… alguien te ordena: “desnúdese detrás de la cortina, deje la ropa en la percha y cuando esté salga…”. Si el pudor a la desnudez frente a extraños acude en algún momento… yo ni lo noto tan ocupada como estoy en controlar el miedo que me invade. Y, extrañamente, obedezco… Me quito toda la ropa y, como Dios me trajo al mundo, salgo de detrás de la cortina intentando aparentar normalidad… ¡Como si eso lo hiciera todos los días a petición de cualquiera..!

Te ordenan...,  más bien te gritan, te tocan y te agarran con brusquedad… para colocarte bajo la máquina… Yo, como si no tuviera ninguna voluntad, me dejo hacer. Ellos estarán acostumbrados y quizás eso sea efectividad y profesionalidad aunque…  No puedo dejar de sentirme como un pedazo de carne en un matadero. Y te vuelven a mandar salir: “Vístase. Salga fuera y espere.”. Aquí… casi agradecí salir aunque supusiera volver a la incertidumbre de la espera. No voy a decir que fuera humillación pero cómoda, lo que se dice cómoda no estuve…

Y después de tres horas me encontró. ¿Habría estado tanto tiempo buscándome?. ¡El señor de la ambulancia! ¡Por fin una cara, esta vez sí, conocida! Aunque fuera sólo del viaje. ¡Cuánto me alegré de verle…! Sobre todo porque era el único capaz de sacarme de allí y devolverme a mi casa.

A la semana siguiente se repitió la experiencia y, esta vez, el viaje fue más corto aunque fuimos al mismo sitio. El conductor de la ambulancia estaba más simpático. Los compañeros de viaje tenían ganas de compartir. El lugar de destino parecía despertar del sueño. El blanco era menos frío y el verde tenía rostros… Y las semanas que siguieron fueron dando forma al lugar, sentido a los sonidos, paz a la espera, nombres a las personas… y descubrí que aquello no era tan caótico como parecía.

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