viernes, 26 de mayo de 2017

Chocolate clasista

Creo que a estas alturas ya os habré dicho que nací con conciencia social, con un profundo sentido de la
justicia y una sensibilidad especial para captar situaciones de abusos de poder. No está mal ¿verdad? Para nada. Una cualidad tan digna como cualquier otra si no fuera porque el destino tuvo a bien hacerme nacer en una familia sin posición ni clase social ni “na de na”. Y cuando digo “na” es “na”: no teníamos ni nombre ni apellido. A mis padres les llamaban por el mote y a nosotros, sus hijos, lo mismo pero con el diminutivo. Teníamos suerte si los vecinos del pueblo, al dirigirse a nosotros, el mote no iba acompañado de un retintín  sonoro de desprecio.

Con tres años nada más, yo ya captaba todos aquellos matices lingüísticos y sonoros y, sin saber nada de gramática, iba guardando aquellos vocablos y sonidos despectivos en mi diccionario de “malas expresiones y palabras”. Sabía que no eran buenas porque me dolía el corazón al escucharlas y me daban ganas de llorar. Me sentía, hoy lo sé, profundamente herida, sola y despreciada, por el mero hecho de haber nacido en mi familia. Mi mente infantil, de entre tres y cinco años, por más que se esforzaba, no podía encontrar ningún otro motivo por el que aquellas personas tenían especial interés en herirme. Y, obviamente, siendo tan niña, no tenía ni las armas (palabras), ni los recursos para poder defenderme.

Crecí deseando ser invisible y, a tal efecto, cuando iba por la calle y tenía que pasar por delante de algún grupo de personas nocivas, agachaba la cabeza, como el niño que se cubre la cara pensando que, al no ver, tampoco es visto, y apretaba el paso o echaba a correr hasta sobrepasar la barrera peligrosa. Con el tiempo creo que lo conseguí, porque dejaron de dirigirse a mí, de mirarme…

Una de aquellas frasecitas, que tuve a bien almacenar para el recuerdo, y que dejaba bien a las claras dónde estaban ellos y dónde estaba yo…, si es que estábamos en algún sitio, fue: “pero, ¿tú sabes con quién estás  jugando?”. Hasta que fue pronunciada, (la primera vez que la oí) bien me creí que, mi compañera de juegos, era alguien igual que yo: dos piernas, dos brazos, cabeza, cuerpo, mismos ojos, mismo pelo… En una situación semejante: el juego del escondite, con sus normas y reglas que todos debemos respetar. A partir de ese momento, empecé a indagar para encontrar aquello que tanto nos diferenciaba… Os juro que toda la sabiduría de mis cuatro o cinco años no alcanzaba para encontrar ese matiz y… ¡cuidado que presté atención y observé con dedicación!

Cuando se tiene paciencia, los niños suelen tenerla, y permaneces atento y alerta, las respuestas suelen llegar solas. La explicación en mi búsqueda de la diferencia llegó envuelta en papel plateado y rojo con olor a chocolate… porque, no llegué a probarlo. Era la hora de la merienda y jugábamos en la calle, como siempre, aunque esta vez lejos de nuestras casas. La señora que llevaba un rato observándonos en nuestros juegos, quiso obsequiarnos su distraimiento, ofreciéndonos la merienda.

Para mí, añadir la merienda a mis tres comidas diarias, ya era un lujo por lo que, cualquier cosa, en ese momento, estaba más que bien. Merendamos pan y queso. El pan me pareció muy rico, más suave y tierno que el que se comía en mi casa. El queso… una novedad con sabor fuerte. Me sentía una persona especial por poder acceder a aquello, cómo una princesa, si hubiera sabido entonces lo que eso significaba. Pero, enseguida me destronaron. “Y tú, ¿de quién eres?”, preguntó la buena mujer a mi compañera de juegos. “Soy Candela, la hija pequeña de los farmacéuticos”.

 No sé si subió ella o bajé yo, pero la diferencia de trato a partir de ese momento fue notoria. La buena señora comenzó a deshacerse en atenciones y halagos para con Candela y, poco a poco, yo me fui aclarando hasta hacerme invisible…, o a lo mejor desaparecí, porque la anciana, revolviendo en una caja de latón, sacó una sola chocolatina, con un envoltorio rojo y plateado, y se la entregó con verdadera veneración a mi compañera de juegos. Yo, desde mi butaca del escenario, miraba la caja y a la señora… esperando, como actor secundario, entrar en cualquier momento en escena pero, eso, nunca ocurrió.


Entonces pude sentir, en la ausencia del dulce paladeo del chocolate, dónde se encontraba la diferencia con mi amiga y descubrí, perfectamente y con gran tristeza, “con quien estaba jugando”.

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