Creo
que a estas alturas ya os habré dicho que nací con conciencia social, con un
profundo sentido de la
justicia y una sensibilidad especial para captar
situaciones de abusos de poder. No está mal ¿verdad? Para nada. Una cualidad
tan digna como cualquier otra si no fuera porque el destino tuvo a bien hacerme
nacer en una familia sin posición ni clase social ni “na de na”. Y cuando digo
“na” es “na”: no teníamos ni nombre ni apellido. A mis padres les llamaban por
el mote y a nosotros, sus hijos, lo mismo pero con el diminutivo. Teníamos
suerte si los vecinos del pueblo, al dirigirse a nosotros, el mote no iba acompañado
de un retintín sonoro de desprecio.
Con
tres años nada más, yo ya captaba todos aquellos matices lingüísticos y sonoros
y, sin saber nada de gramática, iba guardando aquellos vocablos y sonidos
despectivos en mi diccionario de “malas expresiones y palabras”. Sabía que no
eran buenas porque me dolía el corazón al escucharlas y me daban ganas de
llorar. Me sentía, hoy lo sé, profundamente herida, sola y despreciada, por el
mero hecho de haber nacido en mi familia. Mi mente infantil, de entre tres y
cinco años, por más que se esforzaba, no podía encontrar ningún otro motivo por
el que aquellas personas tenían especial interés en herirme. Y, obviamente,
siendo tan niña, no tenía ni las armas (palabras), ni los recursos para poder
defenderme.
Crecí
deseando ser invisible y, a tal efecto, cuando iba por la calle y tenía que
pasar por delante de algún grupo de personas nocivas, agachaba la cabeza, como
el niño que se cubre la cara pensando que, al no ver, tampoco es visto, y apretaba
el paso o echaba a correr hasta sobrepasar la barrera peligrosa. Con el tiempo
creo que lo conseguí, porque dejaron de dirigirse a mí, de mirarme…
Una
de aquellas frasecitas, que tuve a bien almacenar para el recuerdo, y que
dejaba bien a las claras dónde estaban ellos y dónde estaba yo…, si es que estábamos
en algún sitio, fue: “pero, ¿tú sabes con quién estás jugando?”. Hasta que fue pronunciada, (la
primera vez que la oí) bien me creí que, mi compañera de juegos, era alguien
igual que yo: dos piernas, dos brazos, cabeza, cuerpo, mismos ojos, mismo pelo…
En una situación semejante: el juego del escondite, con sus normas y reglas que
todos debemos respetar. A partir de ese momento, empecé a indagar para
encontrar aquello que tanto nos diferenciaba… Os juro que toda la sabiduría de
mis cuatro o cinco años no alcanzaba para encontrar ese matiz y… ¡cuidado que
presté atención y observé con dedicación!
Cuando
se tiene paciencia, los niños suelen tenerla, y permaneces atento y alerta, las
respuestas suelen llegar solas. La explicación en mi búsqueda de la diferencia
llegó envuelta en papel plateado y rojo con olor a chocolate… porque, no llegué
a probarlo. Era la hora de la merienda y jugábamos en la calle, como siempre,
aunque esta vez lejos de nuestras casas. La señora que llevaba un rato
observándonos en nuestros juegos, quiso obsequiarnos su distraimiento,
ofreciéndonos la merienda.
Para
mí, añadir la merienda a mis tres comidas diarias, ya era un lujo por lo que,
cualquier cosa, en ese momento, estaba más que bien. Merendamos pan y queso. El
pan me pareció muy rico, más suave y tierno que el que se comía en mi casa. El
queso… una novedad con sabor fuerte. Me sentía una persona especial por poder
acceder a aquello, cómo una princesa, si hubiera sabido entonces lo que eso
significaba. Pero, enseguida me destronaron. “Y tú, ¿de quién eres?”, preguntó la
buena mujer a mi compañera de juegos. “Soy Candela, la hija pequeña de los
farmacéuticos”.
No sé si subió ella o bajé yo, pero la
diferencia de trato a partir de ese momento fue notoria. La buena señora
comenzó a deshacerse en atenciones y halagos para con Candela y, poco a poco,
yo me fui aclarando hasta hacerme invisible…, o a lo mejor desaparecí, porque
la anciana, revolviendo en una caja de latón, sacó una sola chocolatina, con un
envoltorio rojo y plateado, y se la entregó con verdadera veneración a mi
compañera de juegos. Yo, desde mi butaca del escenario, miraba la caja y a la
señora… esperando, como actor secundario, entrar en cualquier momento en escena
pero, eso, nunca ocurrió.
Entonces
pude sentir, en la ausencia del dulce paladeo del chocolate, dónde se
encontraba la diferencia con mi amiga y descubrí, perfectamente y con gran
tristeza, “con quien estaba jugando”.
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