Cuando yo era pequeña, los
juguetes eran un lujo al alcance de muy pocos. Nuestras cazuelitas y
cacharritos, en el mejor de los casos, eran botes, latas, tapas…, que encontrábamos
rebuscando en los basureros de los vecinos. Y allí colocábamos, primorosamente,
diferentes tipos de hojas y flores, recolectadas de cualquier planta que
tuviéramos a mano, a modo de chuletas, sopas… para hacer una comidita que nos
imaginábamos deliciosa y nos comíamos
simbólicamente con unos palitos de distintos tamaños que hacían las veces de
cubiertos. A partir de eso… todo era
imaginación.
Obviamente, todo aquel arsenal de
restos, basuras y desperdicios que acumulábamos, a lo largo de los días, no nos
los dejaban introducir en casa por lo que, al oscurecer… se acababa el juego. Parte
de aquel tesoro se arrojaba a la basura y nos veíamos recluidos al espacio de
una cocina en la que, la mayor diversión consistía en mirar el fuego, si era
invierno, o las vigas del techo si era verano. No, a nuestra casa todavía no
había llegado la televisión. Pero, las mentes de los niños tienen esas extrañas
manías, o al menos antes las teníamos, de encontrar, en las cosas más
disparatadas, un elemento de juego con el que pasar las largas horas nocturnas,
sobre todo del invierno.
La caja de la costura de mi madre
y el cesto de mimbre donde guardaba los botones… eran nuestra pasión. ¡Qué
maravilla!: agujas de todos los tamaños, de coser, de hacer ganchillo, de
punto…, alfileres de colores, corchetes, imperdibles, cintas de colores,
cremalleras, la cinta métrica, tijeras de varios tamaños, hilos de diferentes grosores
y colores…y telas y trapitos en abundancia que mi madre guardaba para futuros
remiendos. El cesto de botones tampoco tenía desperdicio. Todo botones sí pero,
la variedad de formas, tamaños y colores era espectacular. Sacar todo aquello
sobre la mesa, ordenarlo, clasificarlo cada vez con un criterio diferente…¡era
un festín para la mente de un niño!
Quizás por eso, cuando de mayor oí la expresión “cajón de
sastre”, no presté atención al resto del contexto en el que se decía. A mi mente acudieron todos aquellos objetos alineados
junto a una cantidad ingente de recuerdos maravillosos. “Cajón de sastre” me
pareció una forma bonita de resumir aquellas tardes-noches de mi infancia:
sentada frente al fuego de la chimenea, en mitad del suelo de la cocina, rodeada
de todos aquellos objetos propios de sastres y modistas…
Tiempo después volví a oír esas
tres palabras y esta vez sí presté atención al resto de la frase en la que
aparecían: Hemos convertido el sistema
educativo en un “cajón de sastre”. Aunque el tono en el que las escuché
denotaba crispación, a mi me pareció una identificación maravillosa. Visualicé
inmediatamente la cesta de botones de mi madre y fui capaz de ver un sistema
educativo que acogía en sus aulas tanta variedad de niños como botones había en
ella y muchos más… Me emocionaron la cantidad de formas, tamaños y colores, su
riqueza…
Aaaahhh pero no. Aquello
continuaba y poco hacía referencia a la riqueza intercultural y a la diversidad
de los niños que poblaban los colegios. Se refería a los contenidos, a todas
aquellas materias que se consideraba debían ser impartidas en el aula. Confieso
que algunas de ellas no sabía ni a qué se referían. Otras, me parecieron un
asalto a la intimidad de la familia y el absurdo más ridículo. Recuerdo que
pensé: terminarán por robarnos el placer de educar a nuestros hijos y los
padres nos convertiremos en meros asistentes asistenciales de nuestros vástagos.
Y me pregunté ¿No tienen los niños bastante con las asignaturas tradicionales?...
Y pensando, pensando… me fui
crispando, crispando…
Volví a las tres palabras que inicialmente
tan buenos recuerdos me había suscitado y capté con gran intensidad el tono
doloroso en el que fueron pronunciadas. Aún así, no me resigné a que una
profesión tan digna como la de sastre y modista quedase denigrada de esta manera,
como si ellos no supieran qué se debe guardar en sus cajones y cómo hacerlo. Ni
tampoco acepté que los recuerdos de mi infancia se vieran afectados por el
desorden y el todo cabe, todo vale. Por lo que decidí hacerle una pequeña
corrección al discurso que generó esta reflexión, pero, tan pequeña, que sólo
hay que quitar un espacio entre palabras: Hemos
convertido el sistema educativo en un “CAJÓN DESASTRE”.
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