sábado, 13 de mayo de 2017

Cajón desastre

Cuando yo era pequeña, los juguetes eran un lujo al alcance de muy pocos. Nuestras cazuelitas y cacharritos, en el mejor de los casos, eran botes, latas, tapas…, que encontrábamos rebuscando en los basureros de los vecinos. Y allí colocábamos, primorosamente, diferentes tipos de hojas y flores, recolectadas de cualquier planta que tuviéramos a mano, a modo de chuletas, sopas… para hacer una comidita que nos imaginábamos deliciosa  y nos comíamos simbólicamente con unos palitos de distintos tamaños que hacían las veces de cubiertos. A partir de eso… todo  era imaginación.

Obviamente, todo aquel arsenal de restos, basuras y desperdicios que acumulábamos, a lo largo de los días, no nos los dejaban introducir en casa por lo que, al oscurecer… se acababa el juego. Parte de aquel tesoro se arrojaba a la basura y nos veíamos recluidos al espacio de una cocina en la que, la mayor diversión consistía en mirar el fuego, si era invierno, o las vigas del techo si era verano. No, a nuestra casa todavía no había llegado la televisión. Pero, las mentes de los niños tienen esas extrañas manías, o al menos antes las teníamos, de encontrar, en las cosas más disparatadas, un elemento de juego con el que pasar las largas horas nocturnas, sobre todo del invierno.

La caja de la costura de mi madre y el cesto de mimbre donde guardaba los botones… eran nuestra pasión. ¡Qué maravilla!: agujas de todos los tamaños, de coser, de hacer ganchillo, de punto…, alfileres de colores, corchetes, imperdibles, cintas de colores, cremalleras, la cinta métrica, tijeras de varios tamaños, hilos de diferentes grosores y colores…y telas y trapitos en abundancia que mi madre guardaba para futuros remiendos. El cesto de botones tampoco tenía desperdicio. Todo botones sí pero, la variedad de formas, tamaños y colores era espectacular. Sacar todo aquello sobre la mesa, ordenarlo, clasificarlo cada vez con un criterio diferente…¡era un festín para la mente de un niño!

Quizás por eso, cuando de mayor oí la expresión “cajón de sastre”, no presté atención al resto del contexto en el que se decía.  A mi mente acudieron todos aquellos objetos alineados junto a una cantidad ingente de recuerdos maravillosos. “Cajón de sastre” me pareció una forma bonita de resumir aquellas tardes-noches de mi infancia: sentada frente al fuego de la chimenea, en mitad del suelo de la cocina, rodeada de todos aquellos objetos propios de sastres y modistas…

Tiempo después volví a oír esas tres palabras y esta vez sí presté atención al resto de la frase en la que aparecían: Hemos convertido el sistema educativo en un “cajón de sastre”. Aunque el tono en el que las escuché denotaba crispación, a mi me pareció una identificación maravillosa. Visualicé inmediatamente la cesta de botones de mi madre y fui capaz de ver un sistema educativo que acogía en sus aulas tanta variedad de niños como botones había en ella y muchos más… Me emocionaron la cantidad de formas, tamaños y colores, su riqueza…

Aaaahhh pero no. Aquello continuaba y poco hacía referencia a la riqueza intercultural y a la diversidad de los niños que poblaban los colegios. Se refería a los contenidos, a todas aquellas materias que se consideraba debían ser impartidas en el aula. Confieso que algunas de ellas no sabía ni a qué se referían. Otras, me parecieron un asalto a la intimidad de la familia y el absurdo más ridículo. Recuerdo que pensé: terminarán por robarnos el placer de educar a nuestros hijos y los padres nos convertiremos en meros asistentes asistenciales de nuestros vástagos. Y me pregunté ¿No tienen los niños bastante con las asignaturas tradicionales?...

Y pensando, pensando… me fui crispando, crispando…

Volví a las tres palabras que inicialmente tan buenos recuerdos me había suscitado y capté con gran intensidad el tono doloroso en el que fueron pronunciadas. Aún así, no me resigné a que una profesión tan digna como la de sastre y modista quedase denigrada de esta manera, como si ellos no supieran qué se debe guardar en sus cajones y cómo hacerlo. Ni tampoco acepté que los recuerdos de mi infancia se vieran afectados por el desorden y el todo cabe, todo vale. Por lo que decidí hacerle una pequeña corrección al discurso que generó esta reflexión, pero, tan pequeña, que sólo hay que quitar un espacio entre palabras: Hemos convertido el sistema educativo en un “CAJÓN DESASTRE”.

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