viernes, 5 de mayo de 2017

Dos niñas muy guapinas

A veces la mente es sorprendente: recuerda aquello que le resulta grato y oculta lo que no merece la pena recordar. De alguna manera nuestro cerebro selecciona los recuerdos. Lo que no sé es, por qué unos cerebros tienen el don de recordar lo bueno y otros recuerdan lo malo o menos bueno. Es curioso, porque los recuerdos son aquello que nos configura como persona y, si nuestra voluntad no es libre para recordar lo que le conviene o quiere…... Yo quisiera no recordar ciertas cosas y, sin embargo, me acompañan a lo largo de los años y afectan a las decisiones que tomo en el presente.

 El otro día, hablando con una de mis hermanas mayores, nos fuimos remontando en el tiempo, hasta llegar a la más tierna infancia, cuando teníamos, ella no más de cinco años y, en consecuencia, yo no más de tres. Lo sé, porque recuerdo que, en aquella época, al colegio se empezaba a ir con 6 años y mi hermana aún estaba en casa.  Yo le recordaba algunas escenas de aquellos años… que ella había olvidado.

Una de ellas era aquella estampa de los domingos por la mañana: mi madre comenzaba las sesiones de baños bien temprano. Había que caldear la habitación, calentar el agua en cazuelas… y, como buenamente podía, nos iba bañando en un barreño de metal. No siempre había ni tiempo ni agua para todos… y librarse era una bendición, sobre todo en invierno. Bueno es decir que, a la semana siguiente, empezaba por el que se había librado. No recuerdo cómo ni cuándo se bañaban los mayores. No los vi nunca. Aprovecharían para hacerlo cuando íbamos a la calle a jugar o… vete tú a saber. Lo cierto es que en mi casa no hubo servicio hasta que cumplí, más o menos 6 años, y la bañera… tardó en llegar… al menos un lustro más. No es para escandalizarse. Era normal en la mayoría de las casas de los pueblos.

Y sigo recordando: Cuando ya estábamos aseaditas, nos ponía ropa especial para ir a misa, nos echaba brillantina en el pelo, recuerdo sobre todo el olor, y nos hacía dos trencitas laterales recogidas en una cola de caballo atrás. Después nos mandaba ir subiendo para la iglesia a nosotras solas  y apostillaba: “Tened cuidado con la ropa. No la manchéis”. Era normal movernos solas. No había nada que temer. En los pueblos, por entonces, los niños casi nos criábamos solos en la calle.

Y aquí viene lo bueno y lo malo: Nos cogíamos las dos de la mano y todas estiraditas, orgullosas y pizpiretas nos disponíamos a atravesar y subir todo el pueblo hasta llegar a la iglesia. Me gustaba ir de la mano de mi hermana mayor, con aquella ropa tan chula…

En el trayecto, nos encontrábamos con una vecina, -no recuerdo su nombre-, quien al pasar siempre nos decía “¿a dónde van estas niñas tan guapinas?” y la respuesta, siempre rápida y con resolución, era la misma: “¡a misa!”…  Aquella se reía con simpatía y nosotras seguíamos risueñas nuestro camino. Pero, había otras vecinas… Hay gente doblemente mala: porque hacen daño y porque, encima, se lo hacen a niñas solas e indefensas… Estas personas, al vernos pasar, nos llamaban con desprecio, con el mote que les habían puesto a nuestros padres, arrastrando las sílabas para que durase y fuese más dañino y, añadían con más desprecio si cabía: “¡a dónde creéisssss que vaissss tan chulassss si esa ropa que lleváisssss puesta era nuesssstra…!.” ¿A quién querían herir? y ¿por qué?... ¡Por Dios! Sólo teníamos tres y cinco años…

Mi hermana no recordaba tantas cosas como yo, pese a ser la mayor. No sé si voluntaria o involuntariamente su cerebro había descartado estos recuerdos. Por algo, aún pareciéndonos muchos, somos tan distintas… Pero el cerebro tiene esa capacidad para llevar recuerdos a lo más profundo del desván y, la cualidad de recuperarlos en décimas de segundos si son requeridos… por lo que, cuando terminé de narrarle mi recuerdo, con el rostro inerte y la mirada perdida en otro tiempo y lugar, mi hermana concluyo: “… y te daban ganas de desnudarte allí mismo y tirarles la ropa a la cara aunque, tuvieras que  volver a casa desnuda”…

Quizás mi vida hubiera sido otra sin estos recuerdos o si hubiese sido capaz, como mi hermana, de echarlos al menos temporalmente al fondo del armario.

O quizás hubiera sido otra si algunas personas adultas hubieran solventado sus rencillas, odios y temores como adultos sin vengarse en unas niñas inocentes…

O quizás pensaron que, por pequeñas, el daño quedaría oculto y su rostro en el olvido… Pues se equivocaron porque, al menos en mí caso, no olvidé sus palabras, sus rostros quedaron para siempre grabados en mi retina y sus nombres siguen resonando en mi cabeza.

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