viernes, 23 de diciembre de 2016

¿A qué huele un recuerdo?

Vamos por la vida tan deprisa y nos bombardean desde fuera con tantas imágenes y sonidos… que la vista y el oído nos tienen copada casi toda la capacidad receptora. Menos mal que nuestro cerebro tiene cierta autonomía y guarda pequeños estímulos, que escapan al ojo y al oído. Los otros sentidos, como hormiguitas, van recogiendo y robando a hurtadillas las migajas que desprecian los primeros y se las envían sigilosos al “servidor” que lo almacena en su “base de datos “.

Luego, claro, nos extraña cuando, de repente, el día que vamos más sosegados, un no sabemos “qué”… nos hace parar en seco y en mitad de la calle. Buscamos con la mirada ese “qué” y…  no lo vemos.

Pero… si cerramos los ojos, levantamos ligeramente la cabeza y ordenamos a la nariz que busque la estela captada… nos transportará a ese recuerdo tan grato que, seguro, ni sabíamos que lo teníamos. Es un recuerdo olfativo. El olfato es quizás el sentido más primitivo e innato.

 Guardo muchos y ricos recuerdos de mi infancia desde el punto de vista olfativo. Son olores naturales, puros, intensos… Es olor a pan horneado, a leña que empieza a arder, al humo que se pegó en mi ropa, a leche recién ordeñada, a campo al amanecer… y a domingo por la mañana… ¡mmmmm..! Sabía que era domingo aún sin despertar. El olfato me informaba y, en sueños, ya sonreía de placer, porque sabía que podía dormir más rato y porque de postre había… ¡FLAN! ¡Ese olor tan dulce y cálido a azúcar
caramelizada…! me envolvía y arropaba con mano amorosa, como una manta más en un invierno frío… como una madre. Sería eso, “mi madre”… ¿quién si no iba a levantarse tan temprano? Mis domingos por la mañana olían a amor de madre y a flan… Es el olor y es, sobre todo, lo que evoca.

Y tengo olores que, aun no siendo tan ricos y agradables, no por ello dejan de formar parte importante de mi vida y mi infancia: el olor a vacas, a estiércol, a matanza del cerdo… ¡guuuuau! Esto, además de una fiesta para grandes y chicos, era un auténtico festín para el olfato. ¡Qué cantidad de olores y aromas se movían por la casa aquellos días!

Sin embargo, lo que hoy me ha traído hasta aquí rememorando olores ha sido, ¡cómo no!, una palabra que, no sé si para mi alegría o disgusto, “no existe”.

Colecciono palabras, pero no cualquier palabra, sólo guardo aquellas que me llegan al corazón y tienen un significado especial para mí, sea positivo o negativo.

Hace unos días alguien, que me quiere y me conoce bien, me envió un “whatsap”, todo emocionado, para regalarme una palabra que había descubierto en Internet y le recordó a mí.

Me sorprendí enormemente, sobre todo con el significado, porque yo no sabía que los olores pudieran tener otro nombre diferente al que lo origina: el olor a café se llama…olor a café; el olor a chocolate, por muy rico que sea es… olor a chocolate. Si tienen otros nombres… yo lo ignoro.

Pues bien, la palabra en cuestión era “petricor” (la pongo con minúscula por que no está reconocida por la R.A.E y se considera un anglicismo). Petricor es la palabra que, para los ingleses, da nombre al olor que la tierra exhala cuando, después de una sequía, comienza a llover… sí… cierra los ojos y escucha a tu olfato. Lo habrás olido muchas veces…¡Las palabras también huelen!.

Y no sabía si, con este descubrimiento semántico, me alegraba o disgustaba porque, los olores sin nombre, pertenecen al mundo de la sensación y se produce un instante de deleite cuando los rememoramos. Pero, al ponerle nombre, pasa al plano racional y se pierde ese momento de disfrute…

Casi mejor que los académicos no la reconozcan…¿verdad?

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